Dos días antes de la llegada del
barco, ya los habían ubicado en una pensión cercana a las vías del tren. Un
verano de expectativa se dirigía a un otoño corto, que ya se olía en los suelos
embarrados con hojas prematuras.
El árbol testigo de su de su próxima
partida, era núcleo de juego para los niños. Ella abrazaba su cuerpo vestido de
corteza, y fantaseaba llevárselo. Pensaba cada detalle con tal
rigurosidad, que si hubiera tenido los medios fantásticos para llevar a cabo su
plan, el árbol crecería todavía hoy en su jardín.
Un concierto al aire libre me ha
parecido siempre una buena idea, dejar que el viento doble las notas, logrando
así una interesante variación de la desgastada música clásica. Las melodías
intentan en vano atravesar las correntadas perdidas de viento marino que se
cuelan entre el público que se asolea. El flautista pareciera estar
especialmente molesto con el problema de la “desafinación” (escrito entre
comillas porque he incluido este fenómeno acústico en la interpretación de la
obra, le da vida a una sonoridad petrificada). Se nota en su cara, sus labios
se tuercen cada vez que toman aire, porque aprovecha a demostrar el asco que
este nuevo fiato le produce en cada
cesura.
-“Un espacio considerable en el
espacio de carga del barco, ya que el árbol necesitaría una base de tierra para
sobrevivir, y unos kilos extra para cambiar cuando se quede sin nutrientes.
Agua, mucha, este árbol debe necesitar una gran cantidad de agua dulce, y si
durante el viaje no llueve, tendría que utilizar alguna reserva. Son muchas
ventajas, los niños podríamos divertirnos durante el viaje, eso traería paz a
los mayores, que ya descargados de nosotros, podrían dedicarse a sus juegos de
cartas y sus planes. Siempre planean los adultos, hablan de llanuras y de
fábricas, yo sólo imagino mi árbol en la nueva tierra”-, piensa.
Terminada la música ensillamos
nuestras bicicletas y arrancamos hacia el sur, devuelta a casa. Es un tramo
largo. Nos detenemos en un lugar que nos ha llamado la atención, es un pequeño
amarradero derruido, a la vera del río Elba, donde se encuentran también tres
construcciones de similares medidas todas ellas, que parecieran haber sido
utilizadas con otra función años atrás. Ahora, en una de ellas, han abierto un
restaurante, y ahí es donde vamos a comer algo liviano, para continuar luego
nuestro camino.
El día de la partida no pareciera
tan glorioso como tantas veces le habían contado. Los cascos salitrosos no
brillaban como en el cuento de hadas que su madre le relataba cada noche del
pasado verano y el presente otoño, en cambio eran barbas de óxido opaco que cubrían
el nombre de cada barco. El día tampoco era soleado y fresco, y la gente allí
presente no festejaba la inminente partida, no hubo banquete de despedida,
ningún niño revoloteaba alrededor del árbol que, para variar, no viajaría con
ellos ni en sueños. Es decir, ni siquiera podría esta pequeña niña llevarse una
rama. Que decepción mas grande, ella creyó posible conservar un recuerdo de su
amigo, y aunque al lector le suene extraño, ella era optimista con respecto a
la idea de llevarse a su amigo entero consigo. Es que la fantasía no tiene
límites, y las alentadas por los cuentos antes de irse a dormir de los padres,
esas fantasías no solo no tienen límites sino que también toman factibilidad.
Así que ese no fue un buen día. Ella no hablaría de este día con sus nietos.
En una de las mesas de afuera,
procuro sentarme a la sombra, el sol otoñal no tiene la fuerza del veraniego
pero aun así vuelve loco a mi hipotálamo, me genera sed y calor de más. Por
sentarme bajo la sombrilla, tengo una vista privilegiada hacia el río y las
bicicletas, que descansan junto a un árbol.
Justo con la llegada de la comida me
levanto, y mi pareja me mira inexpresiva, algo molesta. Es este insoportable
ritual que se me ha hecho tan común: ir al baño antes de comer. Porque debo
cruzar el interior del restauran para llegar al baño, paso frente a un negocio
de souvenirs que me llama
particularmente la atención, ¿por qué habría de vender souvenirs el restauran?. Me tomo el tiempo de investigar qué es lo
que todo este merchandising hace
recordar a sus compradores. Tasas, banderitas, lapiceras, y muchos otros
cacharritos estampados con banderas de diferentes países. El desconcierto crece
en mí, la pregunta se retuerce tanto como el labio del flautista irritado.
Mapas con rutas de navegación, camafeos por doquier, peluches de ratas con cola
hechas de algún material que le permite a uno colgarlas de, por ejemplo, el
techo, cual marsupial (que mezcla).
La descripción podría continuar un
párrafo más, pero decido dirigirme a las postales, ellas explicarán lo que aquí
sucede. Las postales dan siempre la pista, si uno se pierde, ellas nos muestran
en qué país, ciudad o lugar nos encontramos, y qué particularidad hay en las
cercanías, qué monumento hace que el lugar en el que estamos sea objeto de la
historia.
Esperaron horas, todos amontonados entre
los depósitos. Al principio casi no se podía hablar con quien estuviera al lado
de uno, el griterío, los llamados de atención, las familias intentando
organizarse en grupos, juntando a los chicos, cuidando que ninguno se pierda en
las oleadas de gente. Todos buscaban un lugar cercano al amarradero, cerca del
puente de embarque. Luego, sólo se escuchaban los gritos de los tripulantes
informándose durante el largo proceso de carga de equipaje, que, si bien no era
mucho, debido a las limitaciones espaciales los cofres de viaje debían apilarse
de tal manera que entre cada uno de ellos no queden huecos. No es que nadie hablara,
se que se iban quedando sin energía las voces y los pies, entonces las personas
se comunicaban en voz baja, nadie quería interrumpir el griterío de los
marinos, nadie quería perderse de nada de lo que sucediera, atención absoluta
sobre el personal anclado en el puente de embarque.
Ballinstadt
dice en cada postal. Fotos del restorán hoy, y el mismo lugar en blanco y
negro, pareciera, hace años. En medio de mi investigación entra a la sección de
recuerdos mi novia. Tiene mirada de enojo, es que la comida se enfría, hace
tiempo que no fui al baño, y ella me ha esperado, se preocupó y vino a ver qué
sucedía.
Su rostro cambia a medida que se
acerca al negocio. Una vez ella junto a mí, la noto interesada en ver de qué se
trata todo esto. Y luego esculcar rápidamente los productos (y sus precios),
responde a mi pregunta: “este amarradero era antes un pequeño puerto, del cual,
si no me equivoco, zarpó tu abuela hacia argentina cuando niña”, y un instante
después confirma: “sí, tu abuela se subió al barco en este puerto”.
76 años después, aquí me encuentro,
en Hamburgo, en el barrio de Wilhelmsburg, mirando las fotos en blanco y negro
que muestran este mismo lugar otrare, en tiempos de oleadas migratorias, y en
todas las imágenes un testigo, un árbol tan viejo como la historia misma, que
vio partir a mi Oma, y hoy, ya
cansado, observa mi bicicleta.
A los ocho años de vida, ella comenzaba
el viaje de su vida. Un viaje que la llevaría a su hogar, un lugar que haría
que el no haberse llevado a su amigo de madera con ella no fuera ningún
inconveniente, un país que le daría nuevas raíces.
El viento sopla y hace que la música
se afine diferente, que un Do de escritura suene a un Si alto. El tiempo pasa y
hace que la historia se cuente diferente, pero hay cosas que permanecen igual,
trasladan la historia, y lo complicado es llegar a ellas, detectarlas.
Un último trago de gaseosa y
terminamos nuestra merienda. Vamos a buscar las bicicletas estacionadas más
allá, junto al árbol. Levanto el pie de mi móvil y antes de irnos apoyo mi mano
sobre la corteza añeja, un momento. Entonces imagino que la huella dactilar de
mi pulgar derecho, se encuentra con la huella de una niña de ocho años, que
quiso que este árbol estuviera en su jardín.
Emigrar es desaparecer para después renacer...detrás de esos ojos azules de Oma...
ResponderEliminar