jueves, 29 de noviembre de 2012

Ballinstadt




Dos días antes de la llegada del barco, ya los habían ubicado en una pensión cercana a las vías del tren. Un verano de expectativa se dirigía a un otoño corto, que ya se olía en los suelos embarrados con hojas prematuras.
El árbol testigo de su de su próxima partida, era núcleo de juego para los niños. Ella abrazaba su cuerpo vestido de corteza, y fantaseaba llevárselo. Pensaba cada detalle con tal rigurosidad, que si hubiera tenido los medios fantásticos para llevar a cabo su plan, el árbol crecería todavía hoy en su jardín.
Un concierto al aire libre me ha parecido siempre una buena idea, dejar que el viento doble las notas, logrando así una interesante variación de la desgastada música clásica. Las melodías intentan en vano atravesar las correntadas perdidas de viento marino que se cuelan entre el público que se asolea. El flautista pareciera estar especialmente molesto con el problema de la “desafinación” (escrito entre comillas porque he incluido este fenómeno acústico en la interpretación de la obra, le da vida a una sonoridad petrificada). Se nota en su cara, sus labios se tuercen cada vez que toman aire, porque aprovecha a demostrar el asco que este nuevo fiato le produce en cada cesura.
-“Un espacio considerable en el espacio de carga del barco, ya que el árbol necesitaría una base de tierra para sobrevivir, y unos kilos extra para cambiar cuando se quede sin nutrientes. Agua, mucha, este árbol debe necesitar una gran cantidad de agua dulce, y si durante el viaje no llueve, tendría que utilizar alguna reserva. Son muchas ventajas, los niños podríamos divertirnos durante el viaje, eso traería paz a los mayores, que ya descargados de nosotros, podrían dedicarse a sus juegos de cartas y sus planes. Siempre planean los adultos, hablan de llanuras y de fábricas, yo sólo imagino mi árbol en la nueva tierra”-, piensa.
Terminada la música ensillamos nuestras bicicletas y arrancamos hacia el sur, devuelta a casa. Es un tramo largo. Nos detenemos en un lugar que nos ha llamado la atención, es un pequeño amarradero derruido, a la vera del río Elba, donde se encuentran también tres construcciones de similares medidas todas ellas, que parecieran haber sido utilizadas con otra función años atrás. Ahora, en una de ellas, han abierto un restaurante, y ahí es donde vamos a comer algo liviano, para continuar luego nuestro camino.
El día de la partida no pareciera tan glorioso como tantas veces le habían contado. Los cascos salitrosos no brillaban como en el cuento de hadas que su madre le relataba cada noche del pasado verano y el presente otoño, en cambio eran barbas de óxido opaco que cubrían el nombre de cada barco. El día tampoco era soleado y fresco, y la gente allí presente no festejaba la inminente partida, no hubo banquete de despedida, ningún niño revoloteaba alrededor del árbol que, para variar, no viajaría con ellos ni en sueños. Es decir, ni siquiera podría esta pequeña niña llevarse una rama. Que decepción mas grande, ella creyó posible conservar un recuerdo de su amigo, y aunque al lector le suene extraño, ella era optimista con respecto a la idea de llevarse a su amigo entero consigo. Es que la fantasía no tiene límites, y las alentadas por los cuentos antes de irse a dormir de los padres, esas fantasías no solo no tienen límites sino que también toman factibilidad. Así que ese no fue un buen día. Ella no hablaría de este día con sus nietos.
En una de las mesas de afuera, procuro sentarme a la sombra, el sol otoñal no tiene la fuerza del veraniego pero aun así vuelve loco a mi hipotálamo, me genera sed y calor de más. Por sentarme bajo la sombrilla, tengo una vista privilegiada hacia el río y las bicicletas, que descansan junto a un árbol.
Justo con la llegada de la comida me levanto, y mi pareja me mira inexpresiva, algo molesta. Es este insoportable ritual que se me ha hecho tan común: ir al baño antes de comer. Porque debo cruzar el interior del restauran para llegar al baño, paso frente a un negocio de souvenirs que me llama particularmente la atención, ¿por qué habría de vender souvenirs el restauran?. Me tomo el tiempo de investigar qué es lo que todo este merchandising hace recordar a sus compradores. Tasas, banderitas, lapiceras, y muchos otros cacharritos estampados con banderas de diferentes países. El desconcierto crece en mí, la pregunta se retuerce tanto como el labio del flautista irritado. Mapas con rutas de navegación, camafeos por doquier, peluches de ratas con cola hechas de algún material que le permite a uno colgarlas de, por ejemplo, el techo, cual marsupial (que mezcla).
La descripción podría continuar un párrafo más, pero decido dirigirme a las postales, ellas explicarán lo que aquí sucede. Las postales dan siempre la pista, si uno se pierde, ellas nos muestran en qué país, ciudad o lugar nos encontramos, y qué particularidad hay en las cercanías, qué monumento hace que el lugar en el que estamos sea objeto de la historia.
Esperaron horas, todos amontonados entre los depósitos. Al principio casi no se podía hablar con quien estuviera al lado de uno, el griterío, los llamados de atención, las familias intentando organizarse en grupos, juntando a los chicos, cuidando que ninguno se pierda en las oleadas de gente. Todos buscaban un lugar cercano al amarradero, cerca del puente de embarque. Luego, sólo se escuchaban los gritos de los tripulantes informándose durante el largo proceso de carga de equipaje, que, si bien no era mucho, debido a las limitaciones espaciales los cofres de viaje debían apilarse de tal manera que entre cada uno de ellos no queden huecos. No es que nadie hablara, se que se iban quedando sin energía las voces y los pies, entonces las personas se comunicaban en voz baja, nadie quería interrumpir el griterío de los marinos, nadie quería perderse de nada de lo que sucediera, atención absoluta sobre el personal anclado en el puente de embarque.
Ballinstadt dice en cada postal. Fotos del restorán hoy, y el mismo lugar en blanco y negro, pareciera, hace años. En medio de mi investigación entra a la sección de recuerdos mi novia. Tiene mirada de enojo, es que la comida se enfría, hace tiempo que no fui al baño, y ella me ha esperado, se preocupó y vino a ver qué sucedía.
Su rostro cambia a medida que se acerca al negocio. Una vez ella junto a mí, la noto interesada en ver de qué se trata todo esto. Y luego esculcar rápidamente los productos (y sus precios), responde a mi pregunta: “este amarradero era antes un pequeño puerto, del cual, si no me equivoco, zarpó tu abuela hacia argentina cuando niña”, y un instante después confirma: “sí, tu abuela se subió al barco en este puerto”.
76 años después, aquí me encuentro, en Hamburgo, en el barrio de Wilhelmsburg, mirando las fotos en blanco y negro que muestran este mismo lugar otrare, en tiempos de oleadas migratorias, y en todas las imágenes un testigo, un árbol tan viejo como la historia misma, que vio partir a mi Oma, y hoy, ya cansado, observa mi bicicleta.
A los ocho años de vida, ella comenzaba el viaje de su vida. Un viaje que la llevaría a su hogar, un lugar que haría que el no haberse llevado a su amigo de madera con ella no fuera ningún inconveniente, un país que le daría nuevas raíces.
El viento sopla y hace que la música se afine diferente, que un Do de escritura suene a un Si alto. El tiempo pasa y hace que la historia se cuente diferente, pero hay cosas que permanecen igual, trasladan la historia, y lo complicado es llegar a ellas, detectarlas.
Un último trago de gaseosa y terminamos nuestra merienda. Vamos a buscar las bicicletas estacionadas más allá, junto al árbol. Levanto el pie de mi móvil y antes de irnos apoyo mi mano sobre la corteza añeja, un momento. Entonces imagino que la huella dactilar de mi pulgar derecho, se encuentra con la huella de una niña de ocho años, que quiso que este árbol estuviera en su jardín.

1 comentario:

  1. Emigrar es desaparecer para después renacer...detrás de esos ojos azules de Oma...

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