lunes, 29 de octubre de 2012

Identidad debilidad


 
I love America, y frases como ésta, ameritan un falso ensayo, una verdadera reflección sobre un “plan” siniestro y genial. A no tomarme por paranoico, ya que detallaré de forma precisa el cómo y por qué de este “plan”.
Hay momentos en que se encuentra el ciudadano mundial, frente a problemas velados, es decir, de difícil detección. Son problemas submarinos, se propagan infectando diferentes centros demográficos y generan las peligrosísimas frases hechas, que forman parte de una especie de sentido común o inconciente colectivo, y llegan a este estado inconciente por medio, generalmente, de algún mercado.
Me encuentro entonces en la dificultosa empresa de romper una idea fija que no hace otra cosa que debilitar la identidad de quienes cierto imperio (y no digo país, atenti * ) quiere dominar. En este caso puntual me refiero a la identidad de todo país que se encuentre en el continente americano.
Dos palabras que al leerlas se entrelazan y forman una realidad, sin necesidad de conectores crean su significado: Identidad debilidad. Es que cada vez que escucho a alguien decir “I´m american”, o I´ve been in America”, se me traban las neuronas, no puedo continuar con la conversación, por más insignificante que fuere, sin antes aclarar que “que casualidad, yo también soy americano” o “yo también estuve en América, claro”. Y, si bien no utilizo estas dos frases textuales como respuesta, ya que el toque sarcástico generaría solo enfado, o desconcierto, o enfado por el desconcierto (cuando mi interlocutor no ejercita su cerebro), entonces solo me refiero a mi procedencia y aclaro que lo que se llama América es un continente, y que en la parte norte del mismo se encuentra, entre otros países, Estados Unidos, en donde, a su vez, hay cierto grupo de personas que se ha empeñado en establecer sobre su gente (y más tarde sobre otros) que ellos, EEUU, son América, que lo demás ni pincha ni corta, no existe, lo que resta son solo países fértil para golpes de estado, saqueos económicos y expropiaciones culturales.
A esta altura del texto no solo puede creerme el lector paranoico sino también irónico. Bueno, es que tengo sí, poco de objetivo en este falso ensayo, pero, paciencia.
Este tipo de aclaraciones constantes (procedencia y demás) son el trabajo de hormiga que realizamos muchos de forma conciente. Y una meta, la primera de varias, sería que este trabajito de aclarar cada vez que el submarino se detecta, se lleve a cabo de forma in-conciente o automática. Y que (próxima meta) poco a poco, quien reciba esta aclaración lo haga con placer, ya que ha entendido su error o mal entendido. Y luego, claro, que la aclaración ni siquiera exista, que fuese innecesaria.
Para terminar de erradicar la idea de algún (ya) desprevenido que siga pendiente de mi posible paranoia, contaré una historia real (y ya sé que cualquiera podría elegir creer que esta historia que contaré no es real, porque además, este blog se llama El falso ensayo, lo cual da cierta idea de que lo que aquí se escribe es falso. Bueno, pero no es tan así, no tanto):
Un jueves, hace cinco meses aproximadamente, terminando la clase con la pequeña alumna Kara, le conté de qué país provengo, que quedaba en América bieeeeeen al sur, y al terminar de aclarar mi procedencia la niña miró a su madre, y ésta como reflejando la voluntad de su hija, me dijo: “Ah!, nosotros estuvimos en el sur de América”, a lo que yo pregunté cual acto reflejo: “¿En qué lugar?”, y la respuesta fue la que ratificó mi “lucha” por una identidad básica más clara (que no es mi “lucha”, sino nuestra, de todo el continente). Ella respondió: “En Florida”.
Y este es un ejemplo, tremendo, pero un ejemplo al fin. Incontables veces, en medio de charlas con personas adultas, jóvenes, viejas, escucho esta cuestión de que América es un país y en algunos casos, los más livianos (pero igualmente desastrosos), resulta que Norte América es un país. En esta segunda opción se anulan menos países pero el efecto es el mismo.
Lo que me preocupa seriamente son las personas oriundas de alguno de estos países anulados en esta estratagema semántica, quienes se refieran a los Estados Unidos como América, o Norte América. Esto último me desespera, me opaca el humor, me pone sencillamente mal. Y pienso en un estadounidense que también sucumbe ante esta problemática, y experimenta también cierta merma de su identidad, ya que no puede definirse a sí mismo mas que como la plataforma risomática e impersonal lo establece: americano. Qué tan difícil será para un USAian (¿diría en inglés?) sin falso orgullo, aclarar en una conversación mínima que él no solo es americano, sino también Estadounidense (USAian), y demás.
Difícil encontrar culpable o culpables, difícil acusar, difícil e inútil, no solo porque cualquier denuncia podría diluirse fácilmente en un millar de nombres, cargos y dependencias, cual papa brotada. Es que no importa culpar, no es necesario. Actuar en favor de es lo que vale, hacer ahora por medios humanos, aclarar en cada momento, a cada persona, instalar la aclaración cordial, entendiendo el problema y su solución, dejando a un lado (junto y no debajo) a lo “culpable”.
Cuando dejamos de referirnos a las cosas estas pueden desaparecer. Cuando dejamos de considerar al prójimo, la identidad de éste se deshace, deja de ser quien es para convertirse en quien algo más posado sobre él (y allí sustentado por millones), dice que es.
I´m from America, ich komme aus Amerika, yo provengo de América. No es cuestión de idiomas, sino de voluntad.
Y escribo una última frase que hace de este texto un poroto rancio:
 “Las suma de las partes no es el Todo, sino todas las partes juntas” (Walter Benjamin).

*ya que no es el país o sus habitantes los autores intelectuales y materiales de esta situación. Ellos, quienes en EEUU viven, americanos, son receptores primeros del ataque del mercado y/o política que pretende endurecer la capacidad crítica de la población.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El tono de un escritor



Usted dijo alguna vez que  <<la literatura es un tono>>.

Sí, una especie de voz que narra. Llamo tono a un ritmo del lenguaje que nos permite narrar. Yo sé cuál es el tono que tiene Renzi, y ese tono es el que
construye la historia.
(Ricardo Píglia - “Crítica y ficción” -  editorial Anagrama)



“(…) una obra: algo que permanece, que no es del todo traducible, que lleva una firma (…), algo que tiene un lugar, cierta consistencia; algo que se archiva, a lo que uno puede volver y puede repetir en un contexto distinto; algo que todavía podrá leerse en un contexto en que las condiciones de lectura habrán cambiado.”
(Jacques Derrida - “El gusto del secreto” – Amorrortu/editores)


Por tal o cual forma que el vidrio de las ventanas del tren tiene, al mirar hacia fuera, apagándose ya el día, uno logra ver solo un entramado de sogas azules cuadriculadas extendidas hacia el infinito, y en medio de la maraña, veo mi reflejo, y un desdoble de mi reflejo, me veo reflejado con delay. Y me da la sensación de que no es exactamente un delay de mi imagen, no soy yo repetidas veces desfasado. Creo que soy yo mismo, lo que fui dejando, lo que fue quedando de mí, que me permite mirar hacia lo hecho, el archivo, y retomarlo.
No es algo que suceda automáticamente, yo no estoy todo el día buscando imágenes disparadoras de metáforas, primero esta la necesidad de expresar algo, luego busco la forma.
Sucede que leo un texto del cual tomo cierto punto desarrollado, como recapitulación de un tema anterior: el tono de un escritor. Que tan interesante me resultó, que terminó siendo motivo de una obra musical, en la cual tres músicos leen para sus adentros en forma expresiva, textos de diferentes autores, y percuten cada sílaba que leen, haciendo sonar así el tono de cada escritor. Por supuesto que esto todavía no se ha probado, no se ha tocado, y por esta razón, no es más que una hipótesis, la cual no me pertenece, pero me apropio de la misma y la traduzco al lenguaje musical, abstracto, acéfalo de existencia concreta.
No una traducción a otro idioma, sino a otro lenguaje, o mejor dicho, a otro plano. Sí, en realidad es a otro plano u otro mundo, la traducción que pretendo. Quiero extraer algo de una esencia que supongo existe: el tono del escritor. Ricardo se refiere a ese tono como “un ritmo del lenguaje”, y es está sugerencia (lo he entendido como una sugerencia) la que utilizo para tomar las primeras decisiones sobre la composición de mi obra: -“voy a usar” (me digo), “instrumentos de percusión, y voy a trabajar básicamente con el ritmo”.
Estas primeras respuestas a las preguntas ¿qué?, y ¿con qué?, son sólo la hoja y el papel, y sobre este campo blanco es que comienza la real y complicada tarea de la traducción. Porque es eso lo que realmente quiero hacer, traducir la rítmica de los textos leídos en los instrumentos percutidos. Entonces pruebo (que bueno probar).
Podría escribir una rítmica determinada, exacta, la rítmica de cada palabra de cada texto, sus matices dinámicos, sus diferentes velocidades. Pero estaría realizando una traducción literal de los textos, y no creo que esto sea algo que me permita comprobar la existencia de estos tonos. Si los tonos están ahí, deberían sonar al ser leídos desde el texto y no desde las notas. Yo no debería ser quien escriba estos tonos, porque pasarían a ser mis tonos, el ritmo que yo interpreto, y esta interpretación sería a su vez interpretada por otros músicos que, seguramente, buscarían ejecutar e interpretar estos tonos (ya míos) lo más exacto posible, teniendo en cuenta la intensión del compositor; que sería en este caso, hacer sonar MIS tonos. Sería una especie de muestreo del texto de muy baja calidad.
La lectura proveerá los tonos, si es que allí se encuentran.
Mi intento de traducción daría tal vuelta maromética, que llegaría a oponerse rotundamente mi intensión primera, mi idea apropiada. Es decir que mi intensión se opondría a mi intensión, un agujero negro que todo lo chupa, la perdición del compositor, el por enemigo del compositor: los agujeros negros.
Dos días después. Noche cerrada, luna izada. Las sogas alumbran el infinito mientras un texto va tomando forma. Volviendo a mi casa en Hamburgo. El tren con muy poca gente en su interior. Tarde. Volviendo de un concierto repleto de noteríos, a excepción de una pieza. Tarde. Y voy a llegar aún más tarde, porque tengo todavía por delante un tren más y un micro (a estas alturas nocturno, de los graves, de baja frecuencia).
Ya se encontrarán en mi biblioteca Jacques (durmiendo en mi mochila) y Ricardo (esperando sobre el escritorio del estudio), y traducidos ellos, seguramente se leerán las tapas.
Voy a procurar ubicarlos en estantes diferentes.

J. Monera

sábado, 20 de octubre de 2012

Hojas arrancadas



 Hojas arrancadas. Son  las que vuelan en primera instancia y luego se desplazan en camiones, y una vez en mano se leen y se siente, casi sin necesidad de esforzar la imaginación, el trazo fresco de la lapicera presionando sobre la madera del escritorio contándonos falsas novedades, por anteriormente contadas.
Entre la quinta y la sexta parada del tren en el trecho desde Hamburgo hasta Neuemunster, mi perspectiva se amplió, solo por unos tres minutos, el tiempo entre paradas. Se me ocurrió entender, de una vez por todas, lo que una hoja arrancada significa.
-“Voy a revisar dos posibilidades que pueden parecer extremas a primera lectura:”, me dije.
“La primera sería una especie de desengaño, le quitaría (antes de siquiera habérselo agregado) un valor “agregado” a la hoja arrancada, la despojaría de su parte romántica y diría que una hoja arrancada es desinterés, un ejemplo de desconsideración hacia el destinatario. Porque quien la envía no se preocupa, no se toma unos minutos adicionales en emprolijar el borde de pequeños trozos de papel de medidas irregulares. Y poniéndome fino podría decir que hay una profunda contradicción en la intencionalidad del mensaje a enviarse. ¿Dónde se vislumbra este vacilar?, en el hecho de arrancar una hoja con el fin de preparar una misiva de bordes lisos, de esquinas rectangulares y gran prolijidad. El comienzo de la confección de este mensaje es erróneo, mejor sería tomar una hoja para impresora, o comprar un papel extra, o utilizar otro soporte. Entonces, esta primera acepción de Hoja arrancada (ahora con mayúscula y en cursiva) es el reflejo de la hipocresía de una persona que no envía en su carta (a esos casos es que me refiero) otra cosa que el siguiente mensaje: “necesito partir del error para ser una persona ejemplar, de esta manera tengo algo que solucionar”. Para ponerlo en otras palabras, como una hoja arrancada nunca dejará de haber sido arrancada, está en su esencia, quien arregla la hoja cortando los márgenes se ha ganado un dilema.
La segunda, en cambio:
¿Qué hay en una hoja arrancada?. Cuando se recibe una carta, abre el sobre y nota que el texto está escrito en una hoja que fue arrancada, uno siente el afecto de la espontaneidad y la verdad, se comprende al instante que lo que ha motivado a este remitente a escribirnos es, desde un principio, genuino. Esto se debe a que, si bien en la cabeza de quien escribe rondó la idea de enviarnos una carta antes de sentarse y escribirnos, el hecho de escribir, el momento en que la decisión se hace carne, ese instante fugaz es concebido por un impulso. Este impulso es ese pulsar (ver “Ese pulsar”, El falso ensayo), que es la energía primera, la que reposa durante dos semanas (dependiendo del tiempo que al correo le lleve hacer llegar el envío a destino) y luego, cuando en manos de un lector, invade al mismo, y en realidad no lo invade, sino que lo ocupa.
En el acto de arrancar una hoja para escribir está la espontaneidad, lo genuino y lo verdadero. Algo tan sencillo y aparentemente banal, trasciende su condición de objeto y se convierte en una especie de obra de arte que viaja miles de kilómetros por aire y tierra para contarle a otro, algo que puede no ser tan importante como la carga de su esencia arrancada, esto que uno se arranca junto con la hoja y envía, una porción de espíritu que llega a manos de un ser querido, el afecto en un objeto tan censillo y aparentemente banal. Un cacho de alma arranca uno, y lo envía a la aventura, y si llega, solo si un día desprevenido bajo la puerta se entromete en una tarde cualquiera una carta, solo entonces el alma pasa a otro cuerpo lector, y he aquí que el nuevo servidor comienza el camino al impulso primero. Un cuaderno deshojado a tirones es un diario de cartas.
Supongo que solo con mandar una hoja arrancada por correo postal, sin haberla escrito inclusive, envía uno un mensaje sumamente claro: “el afecto e interés depositados en el impulso, dedicado éste a vos, te envío”.
La hoja arrancada es catarsis de la distancia. El enojo, la furia, la ansiedad o solo el apuro, traducidos en el rompimiento del papel.
Por eso, cada vez que leo una carta, comienzo por los bordes del papel”.


L. Gírgola