La
ciudad se extiende hasta el cielo nublado, mientras las últimas
notas del 1° movimiento del Concierto
para Piano en La
menor de Grieg, decoran las gotas adormecidas en el vidrio de la
ventana.
Airosa
observa a la mujer sentada al piano. Ve cómo
el sonido brota desde lo profundo de su figura mitad oculta tras el
instrumento. Su rostro absorbe cada afecto, cada disonancia lleva a
una nueva mueca, y sus facciones hermosas se desdibujan en cada
cadencia.
La
concentración se quiebra sólo cuando una página queda atrás,
cuando sus manos acunan la hoja dándola vuelta. Y en los pasajes más
ligeros, los que requieren de un toque liviano y algo frágil, ella
lo hace de memoria, entonces puede mirarlo a él, y sonríe ajena a
todo. Sus manos, sus hombros desnudos, sus pies entrelazados,
continúan atados a la música, pero sus ojos asiáticos lo miran, y
su boca lo llama.
Afuera
los autos se arremolinan en torno a la plaza de armas, vigilados por
el águila de acero. Hasta el séptimo piso llegan los ruidos de los
cachivaches agolpándose en la feria comunal. Allí, se respira humo,
mezcla de las carnes asándose y la polución.
Paredes
adentro el aire es diáfano, nunca antes había sentido él tal cosa.
Acaso, pensaba: “Quizás
aquella primera vez en la estación de tren, cuando la vi llegar
desde el Norte metropolitano”. Y antes, quizás, durante los
instantes llenos de expectativa, cruzando un asterisco de bulevares,
asiéndose entre los telares amarillos. Con su vista fija al frente,
sentía, en aquellos momentos,
cómo se le inundaba el
alma. Caminaba decidido, sabiendo que esa foto que tanto había
admirado, estaría hoy de pie
ante él. Iba con tiempo de sobra, a tal punto que pudo detenerse un
instante frente a la Academia
de la Francmasonería. Ese edificio de un amarillo pálido inerte,
que, de niño, despertó en él cierta intriga. Cuando chico no se
preguntaba tanto por quién pudiese estudiar allí, sino por quién
pudiera enseñar. Y sus dudas se despejaron el día en que conoció a
su mentor, su profesor, o, como él decidió llamarle, su pedagogo:
el Dr. Bloom.
Esa
tarde, enrejada por líneas
de luz anaranjada que se escapaban de entre las antenas incrustadas
en los techos, sintió cómo
un momento, una detención, podía guardar la plenitud, la
confluencia precisa de cualquier necesidad.
La
imagen nítida de una mujer en medio de la suciedad del andén se
hizo presente. La vio llegar, vigilando cuidadosamente cada flanco
antes de bajar del tren. Su piel blanquecina no combinaba con las
cáscaras de hollín del entorno.
Un
timbre lejano lo trae de
nuevo a la habitación. La música se detiene, ella lo mira
sorprendida por el sonido inesperado que precede a la visita.
El
segundo se termina cuando ella busca su ropa desperdigada en el suelo
de la sala. Se viste rápidamente y, seria, con sus ojos atentos,
busca ingenuamente encontrar su reflejo en el vidrio del aparador.
Por sobre su hombro, por el rabillo de sus ojos, esculca por momentos
al joven. Con un enojo no aparente detiene su apremio, y lo mira
desafiante: “¿por qué te quedás tan parsimonioso ahí?” Ella
no entiende su calma, él no se ha movido del lugar.
Sucede
que el timbre que ha conmocionado la escena, ha sonado en el
departamento de al lado. Él
lo ha entendido a la perfección, no sólo la procedencia del
timbrazo, sino también la preocupación de esa hermosa mujer, que
ahora empieza a bajar sus revoluciones mientras se acerca a él, ya
en un tono calmo y seductor. Junto con una sutil caricia en su pecho,
desde su boca entreabierta surge la pregunta de si un té estaría
bien, y él asiente
sereno. La mujer vuelve a descalzarse y se pierde en el pasillo.
Se
escuchan los sonidos de tazas
saliendo de su repisa, y el agua llenando una pava. Por último,
un fósforo que incinera su cabeza en pos del fuego.
La
sala comprende un tercio del medio piso. Un piano de media cola en
medio del ambiente ocupa gran parte de la trama visual. Cercano a la
ventana, un juego de sillas y mesa de café de un verde metálico, y
completan el amueblado un antiguo aparador con puertas de vidrio
(ocupado mayormente por bebidas espirituosas y artículos de cristal,
de una herencia lejana seguramente),
y dos robustas bibliotecas que pese a su gran tamaño no desentonan,
ya que sus terminaciones en madera torneada
se enlazan armoniosamente con los motivos de la guarda que abraza las
paredes. De una de las bibliotecas llama especialmente la atención
del joven Airosa, una edición de las Constituciones
de Anderson. Un libro que debiera tener al menos un siglo de
publicado. Su lomo está
desmejorado, pero todavía se leen las letras doradas estampadas en
él.
Fue
la vez que su pedagogo trajo a colación las Constituciones,
cuando comenzó ese sinuoso camino de criptas e instituciones. El Dr.
Bloom extendió su mano, estrechó la de Airosa, y con un gesto de
aprobación en su rostro, le confirió el grado primero:
a partir de ese día el joven sería Aprendiz.
Desde
un principio, Daniel sintió
una extraña admiración por su profesor, una especie de
enamoramiento de su intelecto, un atractivo que la incertidumbre
genera ante el desconocimiento, y más adelante ante el qué hacer
con el conocimiento adquirido. Sólo cuando el estudiante resuelve su
admiración, es cuando empieza a aprender realmente, a
sentirse un Compañero.
Bloom
era un hombre de cuerpo espigado, alto y de hombros puntiagudos. Su
frente maciza lideraba una cara de rasgos fuertemente marcados: su
nariz pendía de un duro tabique, y sus ojos pequeños irradiaban
calma, siempre entrecerrados, protegidos por un par de cristales
circulares sostenidos por un armazón, forjado
en un metal precioso.
Su
andar cansino, balanceado por largos brazos, encajaba perfectamente
con su forma de hablar, para la cual empleaba antes de cada
intervención, uno o dos segundos de pausa, en la que parecía que
sus ideas recorrían una y otra vez el camino del cerebro a la boca,
como queriendo cerciorarse
de que el ambiente exterior era propicio para su salida.
Cada
clase con el Dr. Bloom consistía en un mínimo de 3 horas de charla,
de la cual la primera media hora se utilizaba sólo para romper el
hielo, tocando temas personales, conociéndose poco a poco. Ese hielo
que metafóricamente cubría al doctor
no era fácil de resquebrajar. Le había llevado años a Daniel poder
entablar una mera charla, por placer, con su profesor.
Las
primeras clases, recordaba Daniel, tuvieron lugar en el cementerio
masón, ubicado en el centro geográfico de la ciudad. Las mañanas
peripatéticas se deshacían una tras de otra en ese lugar. Durante
las primeras caminatas, era el maestro quien hablaba, y el alumno
retenía: el valor crítico en las estatuas de las estaciones, la
simbología agnóstica en el arquero apuntando a la rosa del Domo, el
trazado de la ciudad entera, en función de la simbología de la
Logia. Todo iba tomando forma y lugar en el entendimiento de Airosa.
La
mujer volvió con una taza entre sus manos. Su rostro sonriente
revelaba la intención de su
nuevo atuendo: un camisón de seda apoyado sobre su piel. Llegó a su
lado, dejó el té sobre la mesita circular, se fundió su cuerpo al
de Daniel, y lo besó.
Algunas
horas más tarde Airosa despertó. La lluvia había oscurecido la
tarde. Un brazo femenino cruzaba su pecho. Desde el improvisado lecho
en el que se encontraba acostado, veía el canto de la tapa del piano
levantada. Luego fijó su vista en el techo, en una esquina donde la
pintura se descascaraba producto de la humedad.
Su
maestro decía siempre que la viudez lo había encauzado
en la senda de la contemplación, que era su forma de tomar a la
muerte del cuello y mirarla a los ojos. Contemplar, no hacer, se
sentía como la muerte misma, y así, creía él, eligiendo no vivir,
podía, paradójicamente, continuar viviendo, ya que, en contraste
con la muerte, toda vida es preciada.
Viudo
con hijos y ahora nuevamente
casado el Dr. Bloom, pero esta segunda vez (misma piedra con la que
había tropezado antes, decía él) con una mujer que lo pudiera ver
fallecer de viejo. Su segundo matrimonio era dinámico, en constante
movimiento, porque su segunda esposa era de la capital,
de linaje extranjero, y esto hacía de la relación un ida y vuelta
frecuente y literal, de viajes, conciertos, congresos, y visitas
familiares.
Sus
hijos, ya grandes,
estudiaban en el exterior, y ella nunca le había demandado, o
propuesto, tener más familia. Vivían juntos y separados, enamorados
y arreglados. Él nunca
dejaba de ser un Maestro, y ella tampoco relegaba su profesión
artística.
El
tiempo hizo de Daniel un Compañero, y esto significó algunos
cambios en su relación con Bloom. En primera instancia, las
caminatas ya no las hacían de a dos, sino con nuevos aprendices.
Ahora Daniel acompañaba a su pedagogo a la radio, donde se llevaba a
cabo la puesta en el aire de un escueto programa de divulgación, en
el cual el Dr. Bloom dejaba rodar sobre la mesa de discusión un tema
sobre el cual los oyentes opinaban. Bloom daba a éstos
un tiempo prudencial para intercambiar algunas palabras con él en
vivo. Para ese entonces, Airosa, como Compañero, continuaba
en su etapa de aprendizaje, pero ahora en forma intensiva, y con una
relación más cercana y hasta afectiva con su mentor. Las clases ya
no eran momentos del día, sino una rutina diaria, una forma de vida.
Los
días de programa el profesor lo llevaba en su auto hasta el barrio
universitario, donde se erguía el alto edificio radial. Una
construcción oscura, que en su cima guardaba uno de los tantos
espacios ganados por la Logia en los medios.
Al lugar se entraba por una pequeña puerta lateral, y luego seguía
una escalera de mármol oscurecido, que serpenteaba en derredor de un
hueco con enrejado negro, que había pertenecido a un ascensor.
Una
de tantas tardes de radio, al atender a uno de los oyentes, la cara
de Bloom se ordenó de una manera tal que su alumno nunca había
visto. Esos ojos parsimoniosos y eternamente entreabiertos, se
estiraron hacia arriba y hacia abajo tanto como pudieron, y su boca
se detuvo abierta, sin emitir sílaba alguna. Tardó un tiempo en
reaccionar ante el sonido del monitor. Era la voz de una mujer.
Amena, de ritmo ligero y consonantes ligadas. Una soprano grave, con
un dejo eólico en cada desinencia. Su melodía era algo monótona,
hasta que soltaba una cadencia interrogativa, entonces un melisma
florecía sorpresivamente.
El
doctor volvió
lentamente en sí, y comenzó la conversación. La intriga de Airosa
superó cualquier formalidad, y terminado el programa, éste preguntó
a su maestro a quién pertenecía esa voz tan interesante, a lo que
Bloom contestó: “esa voz pertenece a mi esposa”.
El
único ruido en la habitación es el de la lluvia golpeando el
afuera, un rumor. Acodado en la ventana, Daniel observa a su dama,
desnuda y dormida. A su lado, sobre la mesa, la taza
todavía lo espera, llena de té frío.
Cuando
logró publicar su primer trabajo, Airosa rebosaba de felicidad,
sentía el calor del pavimento del porvenir. Pero el fervor fue,
como todo fervor, efímero. A pesar
de eso, la merecida celebración se llevó a cabo.
Bloom
organizó una cena en su hogar. Serían el Maestro y el Compañero,
que según los pronósticos del profesor, la Logia lo promovería a
los grados de maestría el año entrante, junto con nuevas
publicaciones y participaciones literarias.
Qué
más, un futuro prometedor, y el amparo de quien
hizo de él parte del universo de la Logia, su pedagogo. El
enamoramiento había mutado en una rara especie de afecto hacia un
padre.
A
las ocho sería la cena donde Bloom. Su esposa arribaría a la ciudad
sobre el final de la emisión radial, por lo que Bloom encargó a su
alumno ir a por ella.
Media
hora antes de la cita apuntada, mientras el sol se escondía, Daniel
cruzó el barrio viejo de la ciudad, y luego de detener su marcha
frente a la Academia
Francmasónica, y deslindarse de la nostalgia entre sonrisas y
lágrimas, llegó a la terminal
temprano, y tuvo tiempo de distraerse,
esta vez, con los techos ensombrecidos, el pedregullo sobre las vías,
el suelo, el aire acorrentado, y el gris
sobre gris de la tarde anocheciéndose.
Mira
nuevamente a través de la ventana. La ciudad pareciera estar
desapareciendo, sus sonidos, sus olores y los colores se funden en un
gris
sobre gris. Más abajo un auto estaciona, y desde el
séptimo piso se adivina
cómo la frente calva del
Dr. Bloom desciende del coche con un portafolios en mano. Airosa
calcula, deberá despertarla cuidadosamente para no asustarla, para
que se aliste rápido. Por su parte, Airosa, limpia el escenario, y
ensaya el cuadro del eterno alumno (ahora Maestro) esperando por su
mentor, su pedagogo.