domingo, 1 de diciembre de 2013

Coleccionista (sinopsis)

Mediante una extraña técnica que su padre le ha enseñado, un hombre logra extraer de su memoria los recuerdos y transformarlos en extraños objetos, los cuales colecciona en un galpón ubicado en un barrio de Buenos Aires. En este cuento se muestra una de las tantas y diversas maneras en las que las personas llevan adelante la pérdida de un ser querido y cómo realizan sus duelos personales.

Publicado en "Una tarde de otoño en Hamburgo II" (Hamburgo, Alemania. Ed. Antonio Candela)

viernes, 1 de noviembre de 2013

Recuerdos de una tarde de verano


La ciudad se extiende hasta el cielo nublado, mientras las últimas notas del 1° movimiento del Concierto para Piano en La menor de Grieg, decoran las gotas adormecidas en el vidrio de la ventana.
Airosa observa a la mujer sentada al piano. Ve cómo el sonido brota desde lo profundo de su figura mitad oculta tras el instrumento. Su rostro absorbe cada afecto, cada disonancia lleva a una nueva mueca, y sus facciones hermosas se desdibujan en cada cadencia.
La concentración se quiebra sólo cuando una página queda atrás, cuando sus manos acunan la hoja dándola vuelta. Y en los pasajes más ligeros, los que requieren de un toque liviano y algo frágil, ella lo hace de memoria, entonces puede mirarlo a él, y sonríe ajena a todo. Sus manos, sus hombros desnudos, sus pies entrelazados, continúan atados a la música, pero sus ojos asiáticos lo miran, y su boca lo llama.
Afuera los autos se arremolinan en torno a la plaza de armas, vigilados por el águila de acero. Hasta el séptimo piso llegan los ruidos de los cachivaches agolpándose en la feria comunal. Allí, se respira humo, mezcla de las carnes asándose y la polución.
Paredes adentro el aire es diáfano, nunca antes había sentido él tal cosa. Acaso, pensaba: “Quizás aquella primera vez en la estación de tren, cuando la vi llegar desde el Norte metropolitano”. Y antes, quizás, durante los instantes llenos de expectativa, cruzando un asterisco de bulevares, asiéndose entre los telares amarillos. Con su vista fija al frente, sentía, en aquellos momentos, cómo se le inundaba el alma. Caminaba decidido, sabiendo que esa foto que tanto había admirado, estaría hoy de pie ante él. Iba con tiempo de sobra, a tal punto que pudo detenerse un instante frente a la Academia de la Francmasonería. Ese edificio de un amarillo pálido inerte, que, de niño, despertó en él cierta intriga. Cuando chico no se preguntaba tanto por quién pudiese estudiar allí, sino por quién pudiera enseñar. Y sus dudas se despejaron el día en que conoció a su mentor, su profesor, o, como él decidió llamarle, su pedagogo: el Dr. Bloom.
Esa tarde, enrejada por líneas de luz anaranjada que se escapaban de entre las antenas incrustadas en los techos, sintió cómo un momento, una detención, podía guardar la plenitud, la confluencia precisa de cualquier necesidad.
La imagen nítida de una mujer en medio de la suciedad del andén se hizo presente. La vio llegar, vigilando cuidadosamente cada flanco antes de bajar del tren. Su piel blanquecina no combinaba con las cáscaras de hollín del entorno.

Un timbre lejano lo trae de nuevo a la habitación. La música se detiene, ella lo mira sorprendida por el sonido inesperado que precede a la visita.
El segundo se termina cuando ella busca su ropa desperdigada en el suelo de la sala. Se viste rápidamente y, seria, con sus ojos atentos, busca ingenuamente encontrar su reflejo en el vidrio del aparador. Por sobre su hombro, por el rabillo de sus ojos, esculca por momentos al joven. Con un enojo no aparente detiene su apremio, y lo mira desafiante: “¿por qué te quedás tan parsimonioso ahí?” Ella no entiende su calma, él no se ha movido del lugar.
Sucede que el timbre que ha conmocionado la escena, ha sonado en el departamento de al lado. Él lo ha entendido a la perfección, no sólo la procedencia del timbrazo, sino también la preocupación de esa hermosa mujer, que ahora empieza a bajar sus revoluciones mientras se acerca a él, ya en un tono calmo y seductor. Junto con una sutil caricia en su pecho, desde su boca entreabierta surge la pregunta de si un té estaría bien, y él asiente sereno. La mujer vuelve a descalzarse y se pierde en el pasillo.
Se escuchan los sonidos de tazas saliendo de su repisa, y el agua llenando una pava. Por último, un fósforo que incinera su cabeza en pos del fuego.
La sala comprende un tercio del medio piso. Un piano de media cola en medio del ambiente ocupa gran parte de la trama visual. Cercano a la ventana, un juego de sillas y mesa de café de un verde metálico, y completan el amueblado un antiguo aparador con puertas de vidrio (ocupado mayormente por bebidas espirituosas y artículos de cristal, de una herencia lejana seguramente), y dos robustas bibliotecas que pese a su gran tamaño no desentonan, ya que sus terminaciones en madera torneada se enlazan armoniosamente con los motivos de la guarda que abraza las paredes. De una de las bibliotecas llama especialmente la atención del joven Airosa, una edición de las Constituciones de Anderson. Un libro que debiera tener al menos un siglo de publicado. Su lomo está desmejorado, pero todavía se leen las letras doradas estampadas en él.
Fue la vez que su pedagogo trajo a colación las Constituciones, cuando comenzó ese sinuoso camino de criptas e instituciones. El Dr. Bloom extendió su mano, estrechó la de Airosa, y con un gesto de aprobación en su rostro, le confirió el grado primero: a partir de ese día el joven sería Aprendiz.
Desde un principio, Daniel sintió una extraña admiración por su profesor, una especie de enamoramiento de su intelecto, un atractivo que la incertidumbre genera ante el desconocimiento, y más adelante ante el qué hacer con el conocimiento adquirido. Sólo cuando el estudiante resuelve su admiración, es cuando empieza a aprender realmente, a sentirse un Compañero.
Bloom era un hombre de cuerpo espigado, alto y de hombros puntiagudos. Su frente maciza lideraba una cara de rasgos fuertemente marcados: su nariz pendía de un duro tabique, y sus ojos pequeños irradiaban calma, siempre entrecerrados, protegidos por un par de cristales circulares sostenidos por un armazón, forjado en un metal precioso.
Su andar cansino, balanceado por largos brazos, encajaba perfectamente con su forma de hablar, para la cual empleaba antes de cada intervención, uno o dos segundos de pausa, en la que parecía que sus ideas recorrían una y otra vez el camino del cerebro a la boca, como queriendo cerciorarse de que el ambiente exterior era propicio para su salida.
Cada clase con el Dr. Bloom consistía en un mínimo de 3 horas de charla, de la cual la primera media hora se utilizaba sólo para romper el hielo, tocando temas personales, conociéndose poco a poco. Ese hielo que metafóricamente cubría al doctor no era fácil de resquebrajar. Le había llevado años a Daniel poder entablar una mera charla, por placer, con su profesor.
Las primeras clases, recordaba Daniel, tuvieron lugar en el cementerio masón, ubicado en el centro geográfico de la ciudad. Las mañanas peripatéticas se deshacían una tras de otra en ese lugar. Durante las primeras caminatas, era el maestro quien hablaba, y el alumno retenía: el valor crítico en las estatuas de las estaciones, la simbología agnóstica en el arquero apuntando a la rosa del Domo, el trazado de la ciudad entera, en función de la simbología de la Logia. Todo iba tomando forma y lugar en el entendimiento de Airosa.

La mujer volvió con una taza entre sus manos. Su rostro sonriente revelaba la intención de su nuevo atuendo: un camisón de seda apoyado sobre su piel. Llegó a su lado, dejó el té sobre la mesita circular, se fundió su cuerpo al de Daniel, y lo besó.
Algunas horas más tarde Airosa despertó. La lluvia había oscurecido la tarde. Un brazo femenino cruzaba su pecho. Desde el improvisado lecho en el que se encontraba acostado, veía el canto de la tapa del piano levantada. Luego fijó su vista en el techo, en una esquina donde la pintura se descascaraba producto de la humedad.
Su maestro decía siempre que la viudez lo había encauzado en la senda de la contemplación, que era su forma de tomar a la muerte del cuello y mirarla a los ojos. Contemplar, no hacer, se sentía como la muerte misma, y así, creía él, eligiendo no vivir, podía, paradójicamente, continuar viviendo, ya que, en contraste con la muerte, toda vida es preciada.
Viudo con hijos y ahora nuevamente casado el Dr. Bloom, pero esta segunda vez (misma piedra con la que había tropezado antes, decía él) con una mujer que lo pudiera ver fallecer de viejo. Su segundo matrimonio era dinámico, en constante movimiento, porque su segunda esposa era de la capital, de linaje extranjero, y esto hacía de la relación un ida y vuelta frecuente y literal, de viajes, conciertos, congresos, y visitas familiares.
Sus hijos, ya grandes, estudiaban en el exterior, y ella nunca le había demandado, o propuesto, tener más familia. Vivían juntos y separados, enamorados y arreglados. Él nunca dejaba de ser un Maestro, y ella tampoco relegaba su profesión artística.
El tiempo hizo de Daniel un Compañero, y esto significó algunos cambios en su relación con Bloom. En primera instancia, las caminatas ya no las hacían de a dos, sino con nuevos aprendices. Ahora Daniel acompañaba a su pedagogo a la radio, donde se llevaba a cabo la puesta en el aire de un escueto programa de divulgación, en el cual el Dr. Bloom dejaba rodar sobre la mesa de discusión un tema sobre el cual los oyentes opinaban. Bloom daba a éstos un tiempo prudencial para intercambiar algunas palabras con él en vivo. Para ese entonces, Airosa, como Compañero, continuaba en su etapa de aprendizaje, pero ahora en forma intensiva, y con una relación más cercana y hasta afectiva con su mentor. Las clases ya no eran momentos del día, sino una rutina diaria, una forma de vida.
Los días de programa el profesor lo llevaba en su auto hasta el barrio universitario, donde se erguía el alto edificio radial. Una construcción oscura, que en su cima guardaba uno de los tantos espacios ganados por la Logia en los medios. Al lugar se entraba por una pequeña puerta lateral, y luego seguía una escalera de mármol oscurecido, que serpenteaba en derredor de un hueco con enrejado negro, que había pertenecido a un ascensor.
Una de tantas tardes de radio, al atender a uno de los oyentes, la cara de Bloom se ordenó de una manera tal que su alumno nunca había visto. Esos ojos parsimoniosos y eternamente entreabiertos, se estiraron hacia arriba y hacia abajo tanto como pudieron, y su boca se detuvo abierta, sin emitir sílaba alguna. Tardó un tiempo en reaccionar ante el sonido del monitor. Era la voz de una mujer. Amena, de ritmo ligero y consonantes ligadas. Una soprano grave, con un dejo eólico en cada desinencia. Su melodía era algo monótona, hasta que soltaba una cadencia interrogativa, entonces un melisma florecía sorpresivamente.
El doctor volvió lentamente en sí, y comenzó la conversación. La intriga de Airosa superó cualquier formalidad, y terminado el programa, éste preguntó a su maestro a quién pertenecía esa voz tan interesante, a lo que Bloom contestó: “esa voz pertenece a mi esposa”.

El único ruido en la habitación es el de la lluvia golpeando el afuera, un rumor. Acodado en la ventana, Daniel observa a su dama, desnuda y dormida. A su lado, sobre la mesa, la taza todavía lo espera, llena de té frío.

Cuando logró publicar su primer trabajo, Airosa rebosaba de felicidad, sentía el calor del pavimento del porvenir. Pero el fervor fue, como todo fervor, efímero. A pesar de eso, la merecida celebración se llevó a cabo.
Bloom organizó una cena en su hogar. Serían el Maestro y el Compañero, que según los pronósticos del profesor, la Logia lo promovería a los grados de maestría el año entrante, junto con nuevas publicaciones y participaciones literarias.
Qué más, un futuro prometedor, y el amparo de quien hizo de él parte del universo de la Logia, su pedagogo. El enamoramiento había mutado en una rara especie de afecto hacia un padre.
A las ocho sería la cena donde Bloom. Su esposa arribaría a la ciudad sobre el final de la emisión radial, por lo que Bloom encargó a su alumno ir a por ella.
Media hora antes de la cita apuntada, mientras el sol se escondía, Daniel cruzó el barrio viejo de la ciudad, y luego de detener su marcha frente a la Academia Francmasónica, y deslindarse de la nostalgia entre sonrisas y lágrimas, llegó a la terminal temprano, y tuvo tiempo de distraerse, esta vez, con los techos ensombrecidos, el pedregullo sobre las vías, el suelo, el aire acorrentado, y el gris sobre gris de la tarde anocheciéndose.


Mira nuevamente a través de la ventana. La ciudad pareciera estar desapareciendo, sus sonidos, sus olores y los colores se funden en un gris sobre gris. Más abajo un auto estaciona, y desde el séptimo piso se adivina cómo la frente calva del Dr. Bloom desciende del coche con un portafolios en mano. Airosa calcula, deberá despertarla cuidadosamente para no asustarla, para que se aliste rápido. Por su parte, Airosa, limpia el escenario, y ensaya el cuadro del eterno alumno (ahora Maestro) esperando por su mentor, su pedagogo.

lunes, 7 de octubre de 2013

Té para uno

Ensayo sobre la voluntad en la promesa

Llega un hombre a destino, y no hace lo planeado. Su viaje, su tiempo empleado en tal empresa, sus ganas de ver a otra persona. Todo relegado a su palabra, fuerte y verdadera. Este hombre ha llegado a destino y a desertado de su ejército de sentimientos. Y la pena por deserción no es otra que el fusilamiento a sangre fría. Su corazón pareciera palpitar el castigo, y sus paredes, robustas de experiencia, dejan pasar el plomo, ese metal que quedará por siemrpe en la sangre, una historia más dando infinitas vueltas por su cuerpo.
No hay tratamiento para el amor. Ni terapia para el olvido, es sencillamente una disciplina, y por disciplina que es, requiere de firmeza, desiciones claras, y respetar lo prometido. Así fué entonces, este hombre, no hizo otra cosa que respetar su palabra:
El miedo se presenta como centro, como motivo del viaje, razón de la escapada. El miedo que destruye lo humano, pero que aquí representa la esperanza al cumplir el deseo de ella: no verle nunca más.”
Frente a él nadie, un hueco pasajero. El vagón parece estar casi vacío, y la segunda hora de viaje se alarga hasta el fin de los tiempos. Una caja, no muy grande, reposa sobre sus rodillas. Un obsequio.
El mértio, la idea de que algo sea meritorio, radica enteramente en los hechos. Los haceres de las personas hablan solo de sí mismos, como la música. Luego, otro grupo de personas, se encargan de dar sentido a esos sucesos, muestras de fé, o convicción.
Sobre lo que esta caja contiene, hay claras instrucciónes, que ella conoce a la perfección. Debido a esto, el regalo será atinado, y generará lo esperado, alegría y algo de nostalgia tal vez. Si la caja llega a destino, esa es otra pregunta, que no tendrá respuesta, sino hasta nuevo aviso, que pudiera ser nunca.
Subir al tren pareciera ser el primer paso, literal y metafórico a la vez. Los escalones que lo separan del transporte no son sólo sencillos niveles metálicos, sino también el primer gasto de energía espiritual. Es su alma la que pesa al subir al vagón, ahora de unos 21 kilos. Su paso se aploma y la planta de su pié izquierdo, segunda en el acto de subir, pareciera estar clavada al suelo Hansiático. ¿Y qué hay del azar?:
Dejarlo ahí, sin saber si lo recibirá o no, si el vecino es un enfermo que todo lo registra y olvidara que recibió algo para ella, si esa noche cae una bomba y no queda nada, es el miedo.”
Esa tarde de agosto, decidió que su espíritu lo necesitaba, que debía cerrar el cielo, nublar la esperanza. Sin siquiera hacer cuentas, compró un pasaje de ida y vuelta para el mismo día. Sería una travesía, una odisea metafísica, porque su cuerpo viajaría sólo 4 horas, pero sus pensamientos darían miles de veces la vuelta al asunto, la caja, el regalo, ella, su promesa. Cómo hacer para ir hacia ella, viajar para darle lo que en el interior de esa caja esperaba, sin mirarle a los ojos, cómo estar allí, sin haber estado.
El hecho de ir sin haber estado jamás alli, es lo imposible del asundo.
Si eso no es una prueba de amor, entonces sólo queda rendirnos. Hechar por tierra cualquier empresa amorosa que se nos ocurra. Queredores a queridos, la guerra eternamente perdida. Y como rendirse no es una opción- y en todo caso ahogarse buscando el horizonte en el mar- sólo queda ir y dejar la caja al vecino, y perdirle sea tan amable de entregar esta encomienda a esta mujer, a quien hemos prometido no vovlerle a ver. Porque lo que vale de una promesa, en fin, es el cumplirla.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Chaucha

En el 79 la rutina ya había cambiado, si bien el estudio de la música nunca se detuvo, hubo sí una merma en la expresión artística. Se creó un repertorio escuchable, y esto se debió a un interés político nacional, de generar una espe- cie de subconsciente colectivo, aboliendo el susurro, la superstición y la lírica. No obstante el ciudadano podía disfrutar sin límite alguno de los conciertos programados en la agenda de la filarmónica, producciones íntegras del Instituto Cultural de Manila. Eran humedecidos entonces, los oídos del pueblo, con las líneas centroeuropeas y decadentes de las tubas wagnerianas. Brahms, Beethoven y Mozart también se interpretaban con cierta regularidad.
En la periférica lejanía ejercían todavía las disculpas musicales a la muerte, las chauchas sonaban a la distancia, algún pequeño valle les adobaba en resonancia y las cañas de bambú se encontraban en una suerte de choque folklórico, se gastaban en ceremonias de agradecimiento. Esto representaba por ese entonces la otredad, la tradición cultural era lo otro ajeno, idea que cada mañana una música radial se encargaba de atornillar en cada oreja ciudadana en ayunas, cuando estas todavía blandas y dóciles.
Los tres hermanos, separados todos por bastante edad, eran lo nuevo de un linaje mutado, de nombres de raíces tan diferentes entre ellos, que parecían una secta formada por habitantes de diversas partes del mundo que compartían idioma, querencia y una historia ancestral (difícil). Este fenómeno se debía a los vaivenes del poder político internacional, nada que un pueblo lugareño pudiera preveer y/o variar. Un principio de colonia española que luego fue tomada por un imperio económico moderno, y puesta así, bajo un velo militar poco amigo de la libertad física. Una moda en realidad, que hubiérase pro- pagado desde Sudamérica. Y de postre, una religión tratando de propagarse.
Los tres hermanos serían separados: dos relegados al miedo, y el restante, hoy difunto, a la cárcel.
En el 80 la rutina cambió nuevamente. La música era para Juan un ins- trumento más (la música un instrumento), mediante el cual él idealizaba un mundo trovado, improvisado y poético. Letras interminables de armonías esclavas, que trabajan solo para que el texto logre ser cantado dentro de la variable tiempo. Estas eran las primeras puntas que se daban a conocer, de un mercado que apuntaba cañones a su nueva adquisición. 
Se gestaba en esta malversación de la moral un movimiento de intereses encontrados con su propia materia prima: la canción de protesta. 
Juan nos contó con algo de orgullo genuino, que fue su hermano mayor el compositor de una de las primeras canciones de protesta que comenzó a circu- lar en la calle, siendo distribuida en forma clandestina y con gran aceptación por parte del burgo bajo el velo. 
Cada mes desde el encarcelamiento de su hermano, se le permitía a Juan (el más joven de los tres) y Leonard (en medio), visitar al mayor. Eran ocasio- nes algo especiales, no solo por la alegría de un reencuentro (muy compinches los tres), sino también por el tramo a recorrer hasta llegar a la celda, que, lejos de ser tomado por el joven Juan como algo aventurado y novedoso, era una aguja más en su acupunturada cabeza de pibe. No era nada grato el momento de la revisión, un tanto promiscuo y nada discriminatoria, se auscultaba de igual manera al ya adulto como al pequeño de doce años. 
Fueron súbitas y sucesivas durante el relato, las aclaraciones que hizo Juan al contar esta secuencia en la cárcel. 
Nada pasaba los controles sin una previa y exhaustiva revisión de los guardias. Los bolsos debían dejarse en pequeños armarios en la sala recibi- dor. De haber comida, esta se revisaba a manotones, o, los policías más finos, haciendo surcos con sus manos de dudosa higiene. Todo en pos de prevenir el tráfico de instrumentos cortopunzantes y cuerdas para finales acelerados. Cada visitante era palpado al menos tres veces por tres diferentes guardias (para evitar suspicacias y planes B), el ritual consistía en extender las manos formando entonces una especie de T humana y luego procedía el agente a re- visar minuciosamente cada bolsillo, doblez, cuello, mangas, calzado, cinturón (este no se permitía) y el pelo. 
Solo esa vez tal, una de las varias, tuvo oportunidad Juan de pasar, siendo todavía un hijo de doce años, con un pequeño papel pentagramado. La suerte se adjudicaría este hecho, si no fuera porque absolutamente adrede fue llevado este trozo de papel al hermano mayor, el subversivo de treinta años, oriundo de su propio país. 
Esa vez la mañana fue una sesión, no una simple visita. La primer prueba de audioperceptiva para Juan.
Hacía exactamente un mes ricardo le había encomendado a Juan traer consigo un poco de papel para escribir música (así le dijo), y que él iba a cantarle una melodía y esta debería ser transcripta. Juan era el único de los tres hermanos que tenía conocimientos musicales tales como para escribir notas en un pentagrama. Si bien su experiencia transcribiendo melodías a primera escucha era nula, era él el único posibilitado para transportar un trozo de papel (con la gravedad que esto conlleva) y de escribir haciendo uso de su máxima concentración, lo que su encerrado hermano le cantase. 
Una melodía sencilla, fácil de recordar, y algo así como su hermano en susurros cantó, algo así (ya que el susurro degenera las alturas) fue que el niño, clavando nuevas pesadillas en su sien, bajó al papel lo que en el aire. 
La salida de la cárcel se creía traumática, pero resultó inesperadamente sencilla. Luego de ser palpados una y otra y otra vez, el último en la línea de los uniformados prestó especial atención al papel, y los dos hermanos, sin entrenamiento teatral alguno, sin mueca alguna en sus rostros tallados en indiferencia, no hicieron caso alguno a la situación, aunque tan tensa era. 
No por gracia divina sino por una exhaustiva política de estado, fue que el guardia no tenía idea alguna de lo que esas notas juntas significaban, eran solo notas, como las que toca la filarmónica, como las de Mozart, sí… 
La melodía estaba a salvo en casa. Si bien el ritmo era algo incierto debido a los nervios de Juan en el momento de la traducción, el espíritu de esa música era de canción, no cualquier género de canción, sino de protesta, el ritmo lo darían los versos. 
Tan importante el texto, estaba ausente. El paso más complicado del plan se llevaría a cabo en los sucesivos cuatro meses. En cada visita el hermano mayor entregaría a sus dos menores partes de la letra, versos. Por supuesto que el desbarajuste de un tráfico de tal calibre (¡texto!) hubiera sido motivo suficiente para que los hermanos menores sean enviados a la cárcel, la común, ya que un niño de apenas doce años no sería menos potencialmente peligroso que un hombre armado de unos cuarenta años de vida. 
Las instrucciones habían sido claras: 1) Corten tiras finísimas de papel y 2) Leonard no te cortes las uñas.
Pasar la guardia con un lápiz y el papel para escribir música resultó esta segunda vez muy sencillo e incluso anecdótico para los uniformados: “el niño músico y su hermano”.
Las T humanas fueron palpadas, de mangas a tobillos, y pasaron sin más. Sus roles de traficantes de protesta estaban curtidos, entrenados con el pasar de las visitas. Y fue esa primera visita la que dejó en claro que las próximas darían también resultado. El lápiz 2b de Juan escribía una vez más, pero no en forma de notas sino palabras unidas, versos. Algunos más largos que otros, la letra estaba concebida en prisión, no por un músico o un poeta sino por un ser- vidor al movimiento bajo tierra. Era por ende, una carta sin forma de canción, pero con su espíritu. Las finas tiras de papel una vez escritas eran enrolladas formando pequeñísimos cilindros que acto seguido eran introducidos bajo las uñas de Leonard, y este, muy a conciencia, recordaba qué verso estaba en cada dedo: “este es el primero”, decía el preso al tiempo que tocaba el pulgar de su hermano con la yema de su dedo índice. 
Luego de cada visita durante los cuatro meses, sin hacer antes otra cosa, se sentaban los hermanos en la mesa del estar y desenrollaban cuidadosamente cada cilindro, ya un poco machacados por el viaje. Uno leía cada verso, en el orden correspondiente, y el otro los pasaba en limpio. 
La cinta cassette recorrió los barrios y los foros de comunicación. Dio pié a otras canciones, animó a grupos musicales, producciones bajo tierra de circulación masiva. Surgieron sellos discográficos clandestinos que luego fueron devorados por el mercado contra el cual supieron levantarse. Por sobre todo, expresión y caminos. El bambú volvió a sonar esta vez en el reproductor de música, los respetos y la superstición fueron hechos canción.
El profesor Basán continúa, luego de contarnos esta simpática anécdota, con su seminario de composición en la Escuela superior de música de Lübeck.

domingo, 9 de junio de 2013

Los verbos ser y estar, y la mentira (segunda versión)


Vuelvo al tema génesis de este blog, de esta serie de escritos. La sutil ventaja del espanol por sobre algunos idiomas en los cuales los verbos ser y estar se encuentran sintetizados en uno solo. Me refiero específicamente al alemán, lengua que preciso utilizar a diario*.
Y lo que me lleva a escribir nuevamente sobre esta diferencia, es la mentira, la mentira como objeto. Ella y su valor de verdad, qué tan consecuente con la realidad es, dependiendo del verbo que la abrace.
Quiero decir que la existencia de la mentira depende netamente de la instancia sobre la que esta pareciera suceder, sobre el verbo ser, o sobre el verbo estar.
Algunos ejemplos:
Una persona que mide 1,70m le dice a otra de 1,90m: “yo soy más alto que vos”. El que la persona mas baja declare lo anterior (de haber esta persona hablado en forma literal y no figurativa), no se condice con la realidad, y no varía o afecta a la realidad, ésta seguira sugiriendo que A es más bajo que B. La condición del mentiroso será siempre la mísma. Estamos en presencia de una mentira, algo falso en un contexto real.
Ahora bien, un segundo ejemplo: Una persona le dice a otra: “Te amo”. Será esto cierto?.
Si quien confiesa expresa la negativa de lo antes dicho dos meses despues, es esta persona un mentiroso?, o mejor preguntado, ha mentido esta persona esa vez cuando manifesto su amor?.
La mera existencia de estas preguntas, nos habla de un cambio de marco. La especulación sobre la mentira ya no gira en torno a la condición de la persona, sino a su estado, que variará el resto de su vida, estado sobre el cual uno suele referisrse en espanol con el verbo estar: cómo estoy, cómo me siento (distinto del verbo estar refiriendose a la situación del sujeto).
Puedo aventurar una conclusión, que siempre será prematura, que dice: desde su idioma es que el latino detecta la mentira, la entiende, la comprende y concibe el cambio del estado de manera más fluida.
O bien la mentira es donde el verbo se hace carne, inamobible carne de nuestros huesos, de la realidad que golpéa y deja una marca, o es un comportamiento humano para lidiar con el despecho, con la culpa, los gritos del alma, los duelos, la muerte, el cambio básicamente. O será ninguna de estas su acepción, será la mentira primera este ensayo, que plagado de falsedades relata el destino de un juguete literario, la madre de la falsedad.
Puede que para los que provenimos de las raíces latinas, la mentíra no nos sea ajena, no por practicarla más o mejor! (eso no pareciera depender del idioma), sino por reconocerla en nuestra lengua, nuestro idioma, y en nuestra boca, su sabor, su dejo amargo sobre los verbos ser y estar.
Para explicarme mejor, voy a dividir la mentira en dos variedades: la mentira de estado, y la mentira de condición, esta segunda se fija en el ser, transformandolo a este en un mentiroso, mientras que la segunda es un malentendido, o una excusa, pero de cualquier manera esconde una verdad; la verdad del cambio.
Esta es la segunda versión del ensayo “Los verbos ser y estar, y la mentira”, porque al escribir la primer versión (en la computadora), debido a un problema técnico, el texto se borró, desapareció y tuve que escribirlo denuevo. Tal vez, en este caso, haya sido esto una ventaja.

*pequenísima aclaración: hay sí una poco utilizada forma de diferenciar el verbo ser del estar en alemán: ser = sein, y estar = da-sein, que sería estar ahí. Pero, aun así, la ascepción del estar que define el estado de una persona y no su posición, no tiene una clara diferenciación.

jueves, 14 de marzo de 2013

Océano de minorías



Lector: este es un falso ensayo extraño, tiene palabras de más y puede ser poco claro por momentos. Espero le sea leve.

La queja es un síntoma producido por la necesidad.
Algo un tanto más intrincado es la necesidad de quejarse.
La necesidad aparece en sus dos formas, una se expresa en el mundo real y la otra no.
El segundo caso no es más que una falsedad. Ya que necesitar quejarse, sería necesitar necesitar, y esto es, además de redundante, completamente ilógico. Y, porque lo ilógico existe en la conducta humana, me refiero a que detrás de la frase “necesidad de queja”, hay un profundo deseo desfigurado.
Ensayo lo siguiente: quien necesita quejarse, busca en realidad formar parte de una minoría.
En cierto modo, en este falso ensayo retomo el texto “Quiero un enemigo”, ya que lo que oculta este deseo desfigurado son los falsos objetivos comunes, las quimeras. Por ejemplo un enemigo común, una necesidad común, una problemática común. Y cuando digo común me refiero a denominador común, que denomina a una mayoría, cansada, en problemas, incómoda y/o con miedo, o sin miedo, ni problemas, ni cansada (en el más profundo de los casos).
Al referirnos a una mayoría caemos en la vaguedad, y esto no pareciera ser un problemón: “¡qué terrible, hemos caído en la vaguedad!, y ahora ¡¿cómo salimos?!”. No, no parece un problemón, pero lo es. Y ahora retomo otro texto del blog: “Identidad debilidad”, porque junto a la adopción de palabras está la pérdida del sentido de los fundamentos que estas palabras enarbolan, se pierde el eje. Cuando la muchedumbre se queja, hay un millar de problemas por los cuales cada minoría que forma esa mayoría quejosa, se moviliza. Cada grupo tiene su tema, su necesidad. Sucede que el poder, el poder no se obtiene con la queja en si, no se trae de casa y se iza en medio de una plaza, no. El poder se logra con una multitud de voluntades al unísono, mínimamente coordinadas. Y es así como muchas minorías recurren a la vaguedad en sus quejas, para poder obtener ¡primero!, el medio para lograr que la queja trascienda, juntar poder. Y aquí, muy por lo bajo, es donde la necesidad puede transformarse en pretensión, que puede distar mucho del fin primero.
Hemos dado una vuelta sobre los pasos hacia una queja propiamente dicha. Y ahora, lo que sucede con quien busca formar parte de una minoría, que para conseguir poder se una a otras minorías y, dotando de la vaguedad necesaria su discurso, logren quejarse.
Donde no existen minorías no hay problemas. Creo entender que lo primero no es el problema sino la minoría, y la exclusión, en algunos casos. Y sino la exclusión por parte de una fuerza mayor, por mano propia del individuo, que entiende que no es igual al otro, no es igual en cuanto a sus necesidades, sus sospechas sobre la realidad de las cosas, su idea sobre lo correcto y lo incorrecto.
Donde no existen minorías no hay problemas. He estado ahí, no fuera de una minoría, sino rodeado de la ausencia de minorías. Voy  a ser lo más claro posible: uno forma parte de una minoría con respecto a todas las minorías juntas. Sin embargo, en ciertos casos, las minorías se definen por ser un número menor con respecto a una mayoría, y aquí cambia radicalmente la idea de minoría, ya que esta pasa de ser una minoría más en un mar de minorías, con sus necesidades y quejas, tan importantes como la de cualquier mayoría, a un número menor con respecto a otra cantidad superior (mayoría), que entiende que la democracia es la vía para lograr resolver sus necesidades, vagas. Me refiero a los casos en los que hay una mayoría formada a partir de la ausencia de intereses diversos; donde un todo se mueve en pos de, y sólo por, lo que este todo decide que su necesidad sea.
¿Cómo puede ser que un todo piense igual?, ¿cómo es que hay un acuerdo para quejarse, si fuera necesario, de lo mismo?. Y una vez resuelto el problema del todo, ya no hay quejas. En este justo instante aparece el deseo desfigurado, eso que pareciera ser objeto de nuestro anhelo, por lo que nos quejaríamos por mas absurdo que parezca, por ejemplo: “¡que desastre, el tren llegó dos minutos tarde!”, o “¡ché, este año no pude cambiar el auto!”.
La real necesidad esta en ser una minoría, tener una identidad e intereses propios.
Hacia el final de este confuso falso ensayo voy a escribir claro y conciso: Quejarse vale, pero primero hay mirar a los lados, al frente y abajo, no valla a ser que uno esté parado sobre alguien y no se haya dado cuenta aún.
Minoría somos la mayoría, que tenemos intereses diferentes, que tenemos que convivir con los intereses de otro, que convive con nuestros intereses.
Que feo mirar al otro y saber que tanto él como uno forman parte de una mayoría petrificada, seca, vacía, estática, que no tiene nada que decirse a sí misma, que está, al fin y al cabo, sola, no convive con nadie porque es el todo, la mayoría, está sola como el universo, que se expande y se contrae en su infinita tristeza.

martes, 15 de enero de 2013

Al falso lector




Como quien lea habrá notado, hay algunas historias que han llegado a un esperado final, y otras que se encuentran en mero proceso de entrecruce. El blog ha tomado a lo largo de su corta existencia su tono esencial, su timbre. Este espacio suena, al ser leído, a un gran cuento. Y esta estética falaz con la que este sitio se expresa, ha compuesto su género: el falso ensayo, la historia tergiversada o el “cuento” (entre comillas justamente).
De cierto tienen todos estos textos sí, que en su totalidad forman un trabajo, una producción a lo largo de meses de distancia subcutánea (uno consigo) y oceánica (uno y los demás).
En una entrada anterior se muestra la tapa del libro que hace sólo semanas se terminó de publicar. Un pequeño libro (unas 88 páginas) titulado “Un verano nevado”, que contiene algunos de los textos en este blog publicados, y otros tantos inéditos.
La decisión de pasar a este soporte los relatos y falsos ensayos proviene de los mismos textos, es decir, de lo que en parte pretenden ellos ensayar: más de una forma de existir. El falso ensayo toma forma de libro, con su diseño, arte de tapa y fotografía (a cargo de Janna Schartner, a quien agradezco inmensamente), su precio, su lugar a ocupar, y su infinitud (esa cualidad que el libro le dará a los textos).
No son hojas arrancadas, es un producto que llevó su necesario tiempo, pero creo visible su esencia, ese impulso, la energía que me empujó a escribir (porque fue un empujón). Es un álbum de composiciones, constituido no por música sino por el entorno de la misma, el entorno del sonido, lo que ha sucedido al momento de su organización a lo largo de un año aproximadamente. La realidad circundante a la música.
Les dejo entonces en esta publicación toda la información necesaria para que quien esté interesado, pueda adquirir el libro.
Les saluda atentamente, el Falso Ensayo.
En librerías de Argentina (Buenos Aires y La Plata, supongo)
O contactándome: ypettoruti@hotmail.com
PD: el Falso Ensayo Blog seguirá funcionando.

sábado, 12 de enero de 2013

De cómo bajo la sombra de un árbol volví




Un hombre ya viejo, de barba candado color blanco, un tanto descuidada. Como salido de una película de altísimo presupuesto y mala, lleva puesta una gorra de conductor de locomotora, de esas que estos mencionados funcionarios no usan, entonces sólo un estereotipo que cual hongo de pared creció en silencio.
Está sentado sobre su andador en la esquina de la Tivoli Weg y la Reeseberg, contemplando el barrio gris junto a su perro, una mezcla de labrador con heladera, color marrón claro o beige. El animal tiene toda su panza acostada sobre la vereda congelada, y sus cachetes, masticados por su edad, también descansan clavados al suelo.
La calle se desvanece, los ruidos también, asordinados por el joven velo matutino de nieve. No hay autos circulando y la luz solar se hace esperar tras la muralla de edificios de tres pisos, allí, en dirección al sol saliente. Comienza a iluminarse un cielo limpio de nubes, de un color azul infinito. Las estrellas empiezan a confundirse con la claridad, el reflejo del ozono deshace la luna, y como surgido de un disco de vinilo desgastado, se escucha un tren carguero tras la muralla, de allí mismo, desde donde nace Mañana.
Siente sobre él todavía la noche, cree encontrarse en la frontera del nuevo día. Se dice a sí mismo en voz alta: “cuando el ruido deje las vías, será mañana”
Su canino compañero resopla con cierta dificultad, y el hombre, siempre proveedor de comida, adivina en su cara perruna dos montañas sobre los ojos, una frente que se frunce hacia arriba, como suspendida de un hilo invisible, y dos ojos marrones que en escala de grises dibujan, de izquierda a derecha una y otra vez, un “son locuras tuyas”.
El viejo jala de la soga que tiene en su mano, atada en el otro extremo al collar que el perro lleva puesto. El tirón no hace más que dar a la soga una muy baja frecuencia, solo un vaivén, un castigo de poca monta, que el animal siquiera siente, y junto al violento gesto, el anciano deja caer un algo de entre sus dientes, un ruido que pretende ser un gruñido, una sílaba de desdén, o al menos una vocal perdida. El perro resopla nuevamente, esta vez un poco mas fuerte, y algunos copos de nieve frente a su hocico se arremolinan.
Dentro de este hombre una idea toma forma: “si yo me acomodase a la sombra de un árbol, si me dijera a mi mismo: Ahora estás del lado de la sombra, del lado del la Tierra al que el Sol no ilumina.”
El pensamiento se diluye.
Una señora mayor, no mayor que él sino de su misma categoría, lo mira desde la cuadra de enfrente. Hace ya varios minutos que esta mujer lo observa.
Muerde su labio inferior mientras hamaca su cabeza de lado a lado. Luego reprueba entre dientes: “si será mirona la vieja”. Y acto seguido pega un grito que estremece al perro y a la esquina toda. El diptongo viaja imprudente hasta la vereda de enfrente y el tosco yunque de la anciana golpea una vez, como apurado. Ella oye y transforma sus facciones, como dejada secar al sol por años su rostro se arruga en señal de repudio al de muy mal gusto y descortés grito de su vecino.
“El planeta se divide a sí mismo con la sombra, el hombre ha decidido que su hogar en este universo tiene por lo menos dos partes, a saber: el día y la noche, la parte del planeta que está siendo iluminada por el Sol y la parte que no.
Y hemos puesto estas dos porciones de planeta en una línea, y decimos entonces que si cavásemos un pozo que atravesase la tierra, un túnel que pasase por el mismísimo centro de la Tierra, llegaríamos al ayer, o al mañana. Porque, ahora que la frontera entre el día y la noche en la que me encuentro se va decidiendo, yo diría que son las 9 de la mañana, entonces hace unas cinco horas que estoy despierto, a esta edad duermo poco e irregular, y por fin pienso, que me he levantado esta mañana a eso de las 4 de la mañana del día lunes, cuando en Buenos Aires fueron los últimos minutos del día domingo, del día de ayer. Si yo me hubiera dejado caer en este pozo imaginario, mi ayer hubiera vuelto a mí.
Como no puedo cavar un pozo tan profundo, ya no puedo cavar; entonces busco otra solución para volver, para ser en cualquier momento en ese hemisferio que tanto extraño. No puedo trasladarme largas distancias, entonces busco en mi mente recovecos que antes no haya explorado, un ápice de masa gris, fértil, donde dejar crecer la idea de haber vuelto bajo la sombra.
Si yo…”, aguarda el anciano unos segundos a que la conclusión acompañe a pregunta, “si yo me acomodase a la sombra de un árbol, si me dijera a mi mismo: Ahora estás del lado de la sombra, del lado de la Tierra al que el Sol no ilumina. Habría vuelto, estaría en el ayer, o mejor aún en Buenos Aires. La sombra es el ayer, bajo la sombra es cuatro horas más temprano, la tierra en sombra sería durante el día mi tierra natal. Volvería en el tiempo debajo de cada árbol, en la porción de Tierra que el Sol no alcanza”.
Esa noche al volver a casa, vi en la esquina a un anciano y su perro, bajo la luz de la lámpara de la calle.

sábado, 5 de enero de 2013

Un verano nevado - Libro

Falsos ensayistas, les presento un compilado de relatos, recién salido del horno.
Algunos ya leídos en el blog y otros muchos nuevos.
Para conseguir un ejemplar, contactarme, buscar en librerías de La Plata y/o Buenos Aires Argentina (en breve), o por internet: http://www.dunken.com.ar/web2/libreria_on_line.php?NOVEDADES=1

miércoles, 2 de enero de 2013

La ante-última clase




Este hombre ha viajado por el mundo desde un taburete. Digamos que ha conocido gran parte del mundo en blanco y negro. Aprendió sobre cada país que cada profesor le trajo, se informó, leyó los diarios y prestó especial atención al panorama internacional del noticiero en la TV. Recuerdo que de cada noticia trascendente de Argentina, el señor Heinzelman me hacía un comentario, muy al pasar, una escusa para charlar y demostrar su interés por mi país de procedencia.
Sobre el piano se posan suavemente sus agrietados nudillos, que acomodan una partitura, una canción de navidad. Y leyendo las primeras notas, con una voz retraída, engripada o resfriada, me dice: “¿así que pensas dejar este trabajo?”. Y sin sorpresa respondo que no sólo he pensado en dejar este trabajo, sino que ya tomé la decisión hace tiempo y renuncié, por lo que esta es nuestra anteúltima clase.
“Ah, ya renunciaste, y ¿me lo ibas a contar?, tenés que contarme esas cosas”.
“Sí Herr Heinzelman”, le cuento, “pensaba informarle hoy, pero usted se enteró antes. Lamentablemente me es cada vez más difícil dar clases en esta escuela. No conozco a nadie aquí, después de casi dos años no conozco a nadie. Y no es que yo no salga del aula de piano, o no haya querido interactuar con otros, es que sencillamente no me he encontrado con nadie a lo largo de todo este tiempo, y nadie me ha sido presentado. No hay equipo en esta institución, y eso sumado al viaje de dos horas de ida, y dos horas de vuelta, se hace difícil”.
Pero noto que Karl Heinz ni se inmuta, sigue “leyendo” las notas navideñas. Entonces miento: “además voy a tener que mudarme a Lübeck”. Sin aclarar por qué, digo que me mudo: mentira y argumento, que convence a mi alumno.
Interrumpiendo mis últimas palabras alemanas, Heinzelman señala un acorde escrito y acusa su dificultad. Y prosigue: “entonces esto es un Do mayor, y luego el Sol, y aquí un Re menor, ¿qué es eso de Re menor?”.
Respondo, y nuevamente, sobre mi dificultosa frase teutona el viejo me interrumpe: “¿a Lübeck?”.
Se escucha que el próximo alumno ha cerrado la puerta de entrada, y Karl Heinz mira su reloj de pulsera a cuerda, esos relojes que no requieren baterías, que se cargan sólo con el movimiento de la mano, por ejemplo al tocar el piano.
Junta sus papeles, ordena su bolsa de algodón, me pide que le ayude a vestir su campera nueva, la sostengo y el abriga sus brazos, uno a la vez. Lo escolto al borde del aula, la puerta, y en una suerte de despedida Heinzelman interpreta una frase: “suerte, que te vaya bien, y si alguna vez estas por la ciudad al mediodía, hechá una mirada por la ventana, acá estaré, tocando el piano”.
Yo respondo: “nos queda una clase, nos vemos el jueves que viene”.