Un hombre ya viejo, de barba candado
color blanco, un tanto descuidada. Como salido de una película de altísimo
presupuesto y mala, lleva puesta una gorra de conductor de locomotora, de esas
que estos mencionados funcionarios no usan, entonces sólo un estereotipo que
cual hongo de pared creció en silencio.
Está sentado sobre su andador en la
esquina de la Tivoli Weg
y la Reeseberg,
contemplando el barrio gris junto a su perro, una mezcla de labrador con
heladera, color marrón claro o beige.
El animal tiene toda su panza acostada sobre la vereda congelada, y sus
cachetes, masticados por su edad, también descansan clavados al suelo.
La calle se desvanece, los ruidos
también, asordinados por el joven velo matutino de nieve. No hay autos circulando
y la luz solar se hace esperar tras la muralla de edificios de tres pisos, allí,
en dirección al sol saliente. Comienza a iluminarse un cielo limpio de nubes,
de un color azul infinito. Las estrellas empiezan a confundirse con la
claridad, el reflejo del ozono deshace la luna, y como surgido de un disco de
vinilo desgastado, se escucha un tren carguero tras la muralla, de allí mismo,
desde donde nace Mañana.
Siente sobre él todavía la noche,
cree encontrarse en la frontera del nuevo día. Se dice a sí mismo en voz alta:
“cuando el ruido deje las vías, será mañana”
Su canino compañero resopla con
cierta dificultad, y el hombre, siempre proveedor de comida, adivina en su cara
perruna dos montañas sobre los ojos, una frente que se frunce hacia arriba,
como suspendida de un hilo invisible, y dos ojos marrones que en escala de
grises dibujan, de izquierda a derecha una y otra vez, un “son locuras tuyas”.
El viejo jala de la soga que tiene
en su mano, atada en el otro extremo al collar que el perro lleva puesto. El
tirón no hace más que dar a la soga una muy baja frecuencia, solo un vaivén, un
castigo de poca monta, que el animal siquiera siente, y junto al violento gesto,
el anciano deja caer un algo de entre
sus dientes, un ruido que pretende ser un gruñido, una sílaba de desdén, o al
menos una vocal perdida. El perro resopla nuevamente, esta vez un poco mas
fuerte, y algunos copos de nieve frente a su hocico se arremolinan.
Dentro de este hombre una idea toma
forma: “si yo me acomodase a la sombra de un árbol, si me dijera a mi mismo: Ahora estás del lado de la sombra, del lado
del la Tierra
al que el Sol no ilumina.”
El pensamiento se diluye.
Una señora mayor, no mayor que él
sino de su misma categoría, lo mira desde la cuadra de enfrente. Hace ya varios
minutos que esta mujer lo observa.
Muerde su labio inferior mientras hamaca
su cabeza de lado a lado. Luego reprueba entre dientes: “si será mirona la
vieja”. Y acto seguido pega un grito que estremece al perro y a la esquina
toda. El diptongo viaja imprudente hasta la vereda de enfrente y el tosco
yunque de la anciana golpea una vez, como apurado. Ella oye y transforma sus
facciones, como dejada secar al sol por años su rostro se arruga en señal de
repudio al de muy mal gusto y
descortés grito de su vecino.
“El planeta se divide a sí mismo con
la sombra, el hombre ha decidido que su hogar en este universo tiene por lo
menos dos partes, a saber: el día y la noche, la parte del planeta que está
siendo iluminada por el Sol y la parte que no.
Y hemos puesto estas dos porciones
de planeta en una línea, y decimos entonces que si cavásemos un pozo que
atravesase la tierra, un túnel que pasase por el mismísimo centro de la Tierra, llegaríamos al
ayer, o al mañana. Porque, ahora que la frontera entre el día y la noche en la
que me encuentro se va decidiendo, yo diría que son las 9 de la mañana,
entonces hace unas cinco horas que estoy despierto, a esta edad duermo poco e
irregular, y por fin pienso, que me he levantado esta mañana a eso de las 4 de la
mañana del día lunes, cuando en Buenos Aires fueron los últimos minutos del día
domingo, del día de ayer. Si yo me hubiera dejado caer en este pozo imaginario,
mi ayer hubiera vuelto a mí.
Como no puedo cavar un pozo tan
profundo, ya no puedo cavar; entonces busco otra solución para volver, para ser en cualquier momento en ese
hemisferio que tanto extraño. No puedo trasladarme largas distancias, entonces
busco en mi mente recovecos que antes no haya explorado, un ápice de masa gris,
fértil, donde dejar crecer la idea de haber vuelto bajo la sombra.
Si yo…”, aguarda el anciano unos
segundos a que la conclusión acompañe a pregunta, “si yo me acomodase a la
sombra de un árbol, si me dijera a mi mismo: Ahora estás del lado de la sombra, del lado de la Tierra al que el Sol no
ilumina. Habría vuelto, estaría en el ayer, o mejor aún en Buenos Aires. La
sombra es el ayer, bajo la sombra es cuatro horas más temprano, la tierra en
sombra sería durante el día mi tierra natal. Volvería en el tiempo debajo de
cada árbol, en la porción de Tierra que el Sol no alcanza”.
Esa noche al volver a casa, vi en la
esquina a un anciano y su perro, bajo la luz de la lámpara de la calle.