Ensayo sobre la voluntad en la promesa
Llega
un hombre a destino, y no hace lo planeado. Su viaje, su tiempo
empleado en tal empresa, sus ganas de ver a otra persona. Todo
relegado a su palabra, fuerte y verdadera. Este hombre ha llegado a
destino y a desertado de su ejército de sentimientos. Y la pena por
deserción no es otra que el fusilamiento a sangre fría. Su corazón
pareciera palpitar el castigo, y sus paredes, robustas de
experiencia, dejan pasar el plomo, ese metal que quedará por siemrpe
en la sangre, una historia más dando infinitas vueltas por su
cuerpo.
No
hay tratamiento para el amor. Ni terapia para el olvido, es
sencillamente una disciplina, y por disciplina que es, requiere de
firmeza, desiciones claras, y respetar
lo prometido. Así fué entonces, este hombre, no hizo otra cosa que
respetar su palabra:
“El
miedo se presenta como centro, como motivo del viaje, razón de la
escapada. El miedo que destruye lo humano, pero que aquí representa
la esperanza al cumplir el deseo de ella: no verle nunca más.”
Frente
a él nadie, un hueco pasajero. El vagón parece estar casi vacío, y
la segunda hora de viaje se alarga hasta el fin de los tiempos. Una
caja, no muy grande, reposa sobre sus rodillas. Un obsequio.
El
mértio, la idea de que algo sea meritorio, radica enteramente en los
hechos. Los haceres de las personas hablan solo de sí mismos, como
la música. Luego, otro grupo de personas, se encargan de dar sentido
a esos sucesos, muestras de fé, o convicción.
Sobre
lo que esta caja contiene, hay claras instrucciónes, que ella conoce
a la perfección. Debido a esto, el regalo será atinado, y generará
lo esperado, alegría y algo de nostalgia tal vez. Si la caja llega a
destino, esa es otra pregunta, que no tendrá respuesta, sino hasta
nuevo aviso, que pudiera ser nunca.
Subir
al tren pareciera ser el primer paso, literal y metafórico a la vez.
Los escalones que lo separan del transporte no son sólo sencillos
niveles metálicos, sino también el primer gasto de energía
espiritual. Es su alma la que pesa al subir al vagón, ahora de unos
21 kilos. Su paso se aploma y la planta de su pié izquierdo, segunda
en el acto de subir, pareciera estar clavada al suelo Hansiático. ¿Y
qué hay del azar?:
“Dejarlo
ahí, sin saber si lo recibirá o no, si el vecino es un enfermo que
todo lo registra y olvidara que recibió algo para ella, si esa noche
cae una bomba y no queda nada, es el miedo.”
Esa
tarde de agosto, decidió que su espíritu lo necesitaba, que debía
cerrar el cielo, nublar la esperanza. Sin siquiera hacer cuentas,
compró un pasaje de ida y vuelta para el mismo día. Sería una
travesía, una odisea metafísica, porque
su cuerpo viajaría sólo 4 horas, pero sus pensamientos darían
miles de veces la vuelta al asunto, la caja, el regalo, ella, su
promesa. Cómo hacer para ir hacia ella, viajar para darle lo que en
el interior de esa caja esperaba, sin mirarle a los ojos, cómo estar
allí, sin haber estado.
El
hecho de ir sin haber estado jamás alli, es lo imposible del asundo.
Si
eso no es una prueba de amor, entonces sólo queda rendirnos. Hechar
por tierra cualquier empresa amorosa que se nos ocurra. Queredores a
queridos, la guerra eternamente perdida. Y como rendirse no es una
opción- y en todo caso ahogarse buscando el
horizonte en el mar- sólo queda ir y dejar la caja al vecino,
y perdirle sea tan amable de entregar esta encomienda a esta mujer, a
quien hemos prometido no vovlerle a ver.
Porque lo que vale de una promesa, en fin, es el
cumplirla.