viernes, 1 de noviembre de 2013

Recuerdos de una tarde de verano


La ciudad se extiende hasta el cielo nublado, mientras las últimas notas del 1° movimiento del Concierto para Piano en La menor de Grieg, decoran las gotas adormecidas en el vidrio de la ventana.
Airosa observa a la mujer sentada al piano. Ve cómo el sonido brota desde lo profundo de su figura mitad oculta tras el instrumento. Su rostro absorbe cada afecto, cada disonancia lleva a una nueva mueca, y sus facciones hermosas se desdibujan en cada cadencia.
La concentración se quiebra sólo cuando una página queda atrás, cuando sus manos acunan la hoja dándola vuelta. Y en los pasajes más ligeros, los que requieren de un toque liviano y algo frágil, ella lo hace de memoria, entonces puede mirarlo a él, y sonríe ajena a todo. Sus manos, sus hombros desnudos, sus pies entrelazados, continúan atados a la música, pero sus ojos asiáticos lo miran, y su boca lo llama.
Afuera los autos se arremolinan en torno a la plaza de armas, vigilados por el águila de acero. Hasta el séptimo piso llegan los ruidos de los cachivaches agolpándose en la feria comunal. Allí, se respira humo, mezcla de las carnes asándose y la polución.
Paredes adentro el aire es diáfano, nunca antes había sentido él tal cosa. Acaso, pensaba: “Quizás aquella primera vez en la estación de tren, cuando la vi llegar desde el Norte metropolitano”. Y antes, quizás, durante los instantes llenos de expectativa, cruzando un asterisco de bulevares, asiéndose entre los telares amarillos. Con su vista fija al frente, sentía, en aquellos momentos, cómo se le inundaba el alma. Caminaba decidido, sabiendo que esa foto que tanto había admirado, estaría hoy de pie ante él. Iba con tiempo de sobra, a tal punto que pudo detenerse un instante frente a la Academia de la Francmasonería. Ese edificio de un amarillo pálido inerte, que, de niño, despertó en él cierta intriga. Cuando chico no se preguntaba tanto por quién pudiese estudiar allí, sino por quién pudiera enseñar. Y sus dudas se despejaron el día en que conoció a su mentor, su profesor, o, como él decidió llamarle, su pedagogo: el Dr. Bloom.
Esa tarde, enrejada por líneas de luz anaranjada que se escapaban de entre las antenas incrustadas en los techos, sintió cómo un momento, una detención, podía guardar la plenitud, la confluencia precisa de cualquier necesidad.
La imagen nítida de una mujer en medio de la suciedad del andén se hizo presente. La vio llegar, vigilando cuidadosamente cada flanco antes de bajar del tren. Su piel blanquecina no combinaba con las cáscaras de hollín del entorno.

Un timbre lejano lo trae de nuevo a la habitación. La música se detiene, ella lo mira sorprendida por el sonido inesperado que precede a la visita.
El segundo se termina cuando ella busca su ropa desperdigada en el suelo de la sala. Se viste rápidamente y, seria, con sus ojos atentos, busca ingenuamente encontrar su reflejo en el vidrio del aparador. Por sobre su hombro, por el rabillo de sus ojos, esculca por momentos al joven. Con un enojo no aparente detiene su apremio, y lo mira desafiante: “¿por qué te quedás tan parsimonioso ahí?” Ella no entiende su calma, él no se ha movido del lugar.
Sucede que el timbre que ha conmocionado la escena, ha sonado en el departamento de al lado. Él lo ha entendido a la perfección, no sólo la procedencia del timbrazo, sino también la preocupación de esa hermosa mujer, que ahora empieza a bajar sus revoluciones mientras se acerca a él, ya en un tono calmo y seductor. Junto con una sutil caricia en su pecho, desde su boca entreabierta surge la pregunta de si un té estaría bien, y él asiente sereno. La mujer vuelve a descalzarse y se pierde en el pasillo.
Se escuchan los sonidos de tazas saliendo de su repisa, y el agua llenando una pava. Por último, un fósforo que incinera su cabeza en pos del fuego.
La sala comprende un tercio del medio piso. Un piano de media cola en medio del ambiente ocupa gran parte de la trama visual. Cercano a la ventana, un juego de sillas y mesa de café de un verde metálico, y completan el amueblado un antiguo aparador con puertas de vidrio (ocupado mayormente por bebidas espirituosas y artículos de cristal, de una herencia lejana seguramente), y dos robustas bibliotecas que pese a su gran tamaño no desentonan, ya que sus terminaciones en madera torneada se enlazan armoniosamente con los motivos de la guarda que abraza las paredes. De una de las bibliotecas llama especialmente la atención del joven Airosa, una edición de las Constituciones de Anderson. Un libro que debiera tener al menos un siglo de publicado. Su lomo está desmejorado, pero todavía se leen las letras doradas estampadas en él.
Fue la vez que su pedagogo trajo a colación las Constituciones, cuando comenzó ese sinuoso camino de criptas e instituciones. El Dr. Bloom extendió su mano, estrechó la de Airosa, y con un gesto de aprobación en su rostro, le confirió el grado primero: a partir de ese día el joven sería Aprendiz.
Desde un principio, Daniel sintió una extraña admiración por su profesor, una especie de enamoramiento de su intelecto, un atractivo que la incertidumbre genera ante el desconocimiento, y más adelante ante el qué hacer con el conocimiento adquirido. Sólo cuando el estudiante resuelve su admiración, es cuando empieza a aprender realmente, a sentirse un Compañero.
Bloom era un hombre de cuerpo espigado, alto y de hombros puntiagudos. Su frente maciza lideraba una cara de rasgos fuertemente marcados: su nariz pendía de un duro tabique, y sus ojos pequeños irradiaban calma, siempre entrecerrados, protegidos por un par de cristales circulares sostenidos por un armazón, forjado en un metal precioso.
Su andar cansino, balanceado por largos brazos, encajaba perfectamente con su forma de hablar, para la cual empleaba antes de cada intervención, uno o dos segundos de pausa, en la que parecía que sus ideas recorrían una y otra vez el camino del cerebro a la boca, como queriendo cerciorarse de que el ambiente exterior era propicio para su salida.
Cada clase con el Dr. Bloom consistía en un mínimo de 3 horas de charla, de la cual la primera media hora se utilizaba sólo para romper el hielo, tocando temas personales, conociéndose poco a poco. Ese hielo que metafóricamente cubría al doctor no era fácil de resquebrajar. Le había llevado años a Daniel poder entablar una mera charla, por placer, con su profesor.
Las primeras clases, recordaba Daniel, tuvieron lugar en el cementerio masón, ubicado en el centro geográfico de la ciudad. Las mañanas peripatéticas se deshacían una tras de otra en ese lugar. Durante las primeras caminatas, era el maestro quien hablaba, y el alumno retenía: el valor crítico en las estatuas de las estaciones, la simbología agnóstica en el arquero apuntando a la rosa del Domo, el trazado de la ciudad entera, en función de la simbología de la Logia. Todo iba tomando forma y lugar en el entendimiento de Airosa.

La mujer volvió con una taza entre sus manos. Su rostro sonriente revelaba la intención de su nuevo atuendo: un camisón de seda apoyado sobre su piel. Llegó a su lado, dejó el té sobre la mesita circular, se fundió su cuerpo al de Daniel, y lo besó.
Algunas horas más tarde Airosa despertó. La lluvia había oscurecido la tarde. Un brazo femenino cruzaba su pecho. Desde el improvisado lecho en el que se encontraba acostado, veía el canto de la tapa del piano levantada. Luego fijó su vista en el techo, en una esquina donde la pintura se descascaraba producto de la humedad.
Su maestro decía siempre que la viudez lo había encauzado en la senda de la contemplación, que era su forma de tomar a la muerte del cuello y mirarla a los ojos. Contemplar, no hacer, se sentía como la muerte misma, y así, creía él, eligiendo no vivir, podía, paradójicamente, continuar viviendo, ya que, en contraste con la muerte, toda vida es preciada.
Viudo con hijos y ahora nuevamente casado el Dr. Bloom, pero esta segunda vez (misma piedra con la que había tropezado antes, decía él) con una mujer que lo pudiera ver fallecer de viejo. Su segundo matrimonio era dinámico, en constante movimiento, porque su segunda esposa era de la capital, de linaje extranjero, y esto hacía de la relación un ida y vuelta frecuente y literal, de viajes, conciertos, congresos, y visitas familiares.
Sus hijos, ya grandes, estudiaban en el exterior, y ella nunca le había demandado, o propuesto, tener más familia. Vivían juntos y separados, enamorados y arreglados. Él nunca dejaba de ser un Maestro, y ella tampoco relegaba su profesión artística.
El tiempo hizo de Daniel un Compañero, y esto significó algunos cambios en su relación con Bloom. En primera instancia, las caminatas ya no las hacían de a dos, sino con nuevos aprendices. Ahora Daniel acompañaba a su pedagogo a la radio, donde se llevaba a cabo la puesta en el aire de un escueto programa de divulgación, en el cual el Dr. Bloom dejaba rodar sobre la mesa de discusión un tema sobre el cual los oyentes opinaban. Bloom daba a éstos un tiempo prudencial para intercambiar algunas palabras con él en vivo. Para ese entonces, Airosa, como Compañero, continuaba en su etapa de aprendizaje, pero ahora en forma intensiva, y con una relación más cercana y hasta afectiva con su mentor. Las clases ya no eran momentos del día, sino una rutina diaria, una forma de vida.
Los días de programa el profesor lo llevaba en su auto hasta el barrio universitario, donde se erguía el alto edificio radial. Una construcción oscura, que en su cima guardaba uno de los tantos espacios ganados por la Logia en los medios. Al lugar se entraba por una pequeña puerta lateral, y luego seguía una escalera de mármol oscurecido, que serpenteaba en derredor de un hueco con enrejado negro, que había pertenecido a un ascensor.
Una de tantas tardes de radio, al atender a uno de los oyentes, la cara de Bloom se ordenó de una manera tal que su alumno nunca había visto. Esos ojos parsimoniosos y eternamente entreabiertos, se estiraron hacia arriba y hacia abajo tanto como pudieron, y su boca se detuvo abierta, sin emitir sílaba alguna. Tardó un tiempo en reaccionar ante el sonido del monitor. Era la voz de una mujer. Amena, de ritmo ligero y consonantes ligadas. Una soprano grave, con un dejo eólico en cada desinencia. Su melodía era algo monótona, hasta que soltaba una cadencia interrogativa, entonces un melisma florecía sorpresivamente.
El doctor volvió lentamente en sí, y comenzó la conversación. La intriga de Airosa superó cualquier formalidad, y terminado el programa, éste preguntó a su maestro a quién pertenecía esa voz tan interesante, a lo que Bloom contestó: “esa voz pertenece a mi esposa”.

El único ruido en la habitación es el de la lluvia golpeando el afuera, un rumor. Acodado en la ventana, Daniel observa a su dama, desnuda y dormida. A su lado, sobre la mesa, la taza todavía lo espera, llena de té frío.

Cuando logró publicar su primer trabajo, Airosa rebosaba de felicidad, sentía el calor del pavimento del porvenir. Pero el fervor fue, como todo fervor, efímero. A pesar de eso, la merecida celebración se llevó a cabo.
Bloom organizó una cena en su hogar. Serían el Maestro y el Compañero, que según los pronósticos del profesor, la Logia lo promovería a los grados de maestría el año entrante, junto con nuevas publicaciones y participaciones literarias.
Qué más, un futuro prometedor, y el amparo de quien hizo de él parte del universo de la Logia, su pedagogo. El enamoramiento había mutado en una rara especie de afecto hacia un padre.
A las ocho sería la cena donde Bloom. Su esposa arribaría a la ciudad sobre el final de la emisión radial, por lo que Bloom encargó a su alumno ir a por ella.
Media hora antes de la cita apuntada, mientras el sol se escondía, Daniel cruzó el barrio viejo de la ciudad, y luego de detener su marcha frente a la Academia Francmasónica, y deslindarse de la nostalgia entre sonrisas y lágrimas, llegó a la terminal temprano, y tuvo tiempo de distraerse, esta vez, con los techos ensombrecidos, el pedregullo sobre las vías, el suelo, el aire acorrentado, y el gris sobre gris de la tarde anocheciéndose.


Mira nuevamente a través de la ventana. La ciudad pareciera estar desapareciendo, sus sonidos, sus olores y los colores se funden en un gris sobre gris. Más abajo un auto estaciona, y desde el séptimo piso se adivina cómo la frente calva del Dr. Bloom desciende del coche con un portafolios en mano. Airosa calcula, deberá despertarla cuidadosamente para no asustarla, para que se aliste rápido. Por su parte, Airosa, limpia el escenario, y ensaya el cuadro del eterno alumno (ahora Maestro) esperando por su mentor, su pedagogo.

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