domingo, 15 de septiembre de 2013

Chaucha

En el 79 la rutina ya había cambiado, si bien el estudio de la música nunca se detuvo, hubo sí una merma en la expresión artística. Se creó un repertorio escuchable, y esto se debió a un interés político nacional, de generar una espe- cie de subconsciente colectivo, aboliendo el susurro, la superstición y la lírica. No obstante el ciudadano podía disfrutar sin límite alguno de los conciertos programados en la agenda de la filarmónica, producciones íntegras del Instituto Cultural de Manila. Eran humedecidos entonces, los oídos del pueblo, con las líneas centroeuropeas y decadentes de las tubas wagnerianas. Brahms, Beethoven y Mozart también se interpretaban con cierta regularidad.
En la periférica lejanía ejercían todavía las disculpas musicales a la muerte, las chauchas sonaban a la distancia, algún pequeño valle les adobaba en resonancia y las cañas de bambú se encontraban en una suerte de choque folklórico, se gastaban en ceremonias de agradecimiento. Esto representaba por ese entonces la otredad, la tradición cultural era lo otro ajeno, idea que cada mañana una música radial se encargaba de atornillar en cada oreja ciudadana en ayunas, cuando estas todavía blandas y dóciles.
Los tres hermanos, separados todos por bastante edad, eran lo nuevo de un linaje mutado, de nombres de raíces tan diferentes entre ellos, que parecían una secta formada por habitantes de diversas partes del mundo que compartían idioma, querencia y una historia ancestral (difícil). Este fenómeno se debía a los vaivenes del poder político internacional, nada que un pueblo lugareño pudiera preveer y/o variar. Un principio de colonia española que luego fue tomada por un imperio económico moderno, y puesta así, bajo un velo militar poco amigo de la libertad física. Una moda en realidad, que hubiérase pro- pagado desde Sudamérica. Y de postre, una religión tratando de propagarse.
Los tres hermanos serían separados: dos relegados al miedo, y el restante, hoy difunto, a la cárcel.
En el 80 la rutina cambió nuevamente. La música era para Juan un ins- trumento más (la música un instrumento), mediante el cual él idealizaba un mundo trovado, improvisado y poético. Letras interminables de armonías esclavas, que trabajan solo para que el texto logre ser cantado dentro de la variable tiempo. Estas eran las primeras puntas que se daban a conocer, de un mercado que apuntaba cañones a su nueva adquisición. 
Se gestaba en esta malversación de la moral un movimiento de intereses encontrados con su propia materia prima: la canción de protesta. 
Juan nos contó con algo de orgullo genuino, que fue su hermano mayor el compositor de una de las primeras canciones de protesta que comenzó a circu- lar en la calle, siendo distribuida en forma clandestina y con gran aceptación por parte del burgo bajo el velo. 
Cada mes desde el encarcelamiento de su hermano, se le permitía a Juan (el más joven de los tres) y Leonard (en medio), visitar al mayor. Eran ocasio- nes algo especiales, no solo por la alegría de un reencuentro (muy compinches los tres), sino también por el tramo a recorrer hasta llegar a la celda, que, lejos de ser tomado por el joven Juan como algo aventurado y novedoso, era una aguja más en su acupunturada cabeza de pibe. No era nada grato el momento de la revisión, un tanto promiscuo y nada discriminatoria, se auscultaba de igual manera al ya adulto como al pequeño de doce años. 
Fueron súbitas y sucesivas durante el relato, las aclaraciones que hizo Juan al contar esta secuencia en la cárcel. 
Nada pasaba los controles sin una previa y exhaustiva revisión de los guardias. Los bolsos debían dejarse en pequeños armarios en la sala recibi- dor. De haber comida, esta se revisaba a manotones, o, los policías más finos, haciendo surcos con sus manos de dudosa higiene. Todo en pos de prevenir el tráfico de instrumentos cortopunzantes y cuerdas para finales acelerados. Cada visitante era palpado al menos tres veces por tres diferentes guardias (para evitar suspicacias y planes B), el ritual consistía en extender las manos formando entonces una especie de T humana y luego procedía el agente a re- visar minuciosamente cada bolsillo, doblez, cuello, mangas, calzado, cinturón (este no se permitía) y el pelo. 
Solo esa vez tal, una de las varias, tuvo oportunidad Juan de pasar, siendo todavía un hijo de doce años, con un pequeño papel pentagramado. La suerte se adjudicaría este hecho, si no fuera porque absolutamente adrede fue llevado este trozo de papel al hermano mayor, el subversivo de treinta años, oriundo de su propio país. 
Esa vez la mañana fue una sesión, no una simple visita. La primer prueba de audioperceptiva para Juan.
Hacía exactamente un mes ricardo le había encomendado a Juan traer consigo un poco de papel para escribir música (así le dijo), y que él iba a cantarle una melodía y esta debería ser transcripta. Juan era el único de los tres hermanos que tenía conocimientos musicales tales como para escribir notas en un pentagrama. Si bien su experiencia transcribiendo melodías a primera escucha era nula, era él el único posibilitado para transportar un trozo de papel (con la gravedad que esto conlleva) y de escribir haciendo uso de su máxima concentración, lo que su encerrado hermano le cantase. 
Una melodía sencilla, fácil de recordar, y algo así como su hermano en susurros cantó, algo así (ya que el susurro degenera las alturas) fue que el niño, clavando nuevas pesadillas en su sien, bajó al papel lo que en el aire. 
La salida de la cárcel se creía traumática, pero resultó inesperadamente sencilla. Luego de ser palpados una y otra y otra vez, el último en la línea de los uniformados prestó especial atención al papel, y los dos hermanos, sin entrenamiento teatral alguno, sin mueca alguna en sus rostros tallados en indiferencia, no hicieron caso alguno a la situación, aunque tan tensa era. 
No por gracia divina sino por una exhaustiva política de estado, fue que el guardia no tenía idea alguna de lo que esas notas juntas significaban, eran solo notas, como las que toca la filarmónica, como las de Mozart, sí… 
La melodía estaba a salvo en casa. Si bien el ritmo era algo incierto debido a los nervios de Juan en el momento de la traducción, el espíritu de esa música era de canción, no cualquier género de canción, sino de protesta, el ritmo lo darían los versos. 
Tan importante el texto, estaba ausente. El paso más complicado del plan se llevaría a cabo en los sucesivos cuatro meses. En cada visita el hermano mayor entregaría a sus dos menores partes de la letra, versos. Por supuesto que el desbarajuste de un tráfico de tal calibre (¡texto!) hubiera sido motivo suficiente para que los hermanos menores sean enviados a la cárcel, la común, ya que un niño de apenas doce años no sería menos potencialmente peligroso que un hombre armado de unos cuarenta años de vida. 
Las instrucciones habían sido claras: 1) Corten tiras finísimas de papel y 2) Leonard no te cortes las uñas.
Pasar la guardia con un lápiz y el papel para escribir música resultó esta segunda vez muy sencillo e incluso anecdótico para los uniformados: “el niño músico y su hermano”.
Las T humanas fueron palpadas, de mangas a tobillos, y pasaron sin más. Sus roles de traficantes de protesta estaban curtidos, entrenados con el pasar de las visitas. Y fue esa primera visita la que dejó en claro que las próximas darían también resultado. El lápiz 2b de Juan escribía una vez más, pero no en forma de notas sino palabras unidas, versos. Algunos más largos que otros, la letra estaba concebida en prisión, no por un músico o un poeta sino por un ser- vidor al movimiento bajo tierra. Era por ende, una carta sin forma de canción, pero con su espíritu. Las finas tiras de papel una vez escritas eran enrolladas formando pequeñísimos cilindros que acto seguido eran introducidos bajo las uñas de Leonard, y este, muy a conciencia, recordaba qué verso estaba en cada dedo: “este es el primero”, decía el preso al tiempo que tocaba el pulgar de su hermano con la yema de su dedo índice. 
Luego de cada visita durante los cuatro meses, sin hacer antes otra cosa, se sentaban los hermanos en la mesa del estar y desenrollaban cuidadosamente cada cilindro, ya un poco machacados por el viaje. Uno leía cada verso, en el orden correspondiente, y el otro los pasaba en limpio. 
La cinta cassette recorrió los barrios y los foros de comunicación. Dio pié a otras canciones, animó a grupos musicales, producciones bajo tierra de circulación masiva. Surgieron sellos discográficos clandestinos que luego fueron devorados por el mercado contra el cual supieron levantarse. Por sobre todo, expresión y caminos. El bambú volvió a sonar esta vez en el reproductor de música, los respetos y la superstición fueron hechos canción.
El profesor Basán continúa, luego de contarnos esta simpática anécdota, con su seminario de composición en la Escuela superior de música de Lübeck.