sábado, 29 de marzo de 2014

Un vínculo inesperado (sobre la improvisación)

Una semana pueden significar 10 años. Una hora, puede significar 10 años. ¿Cómo es esto posible?: improvisación.
Este ensayo no hablará mucho sobre notas, alturas, ritmos, ensayo, o estudio. Aquí se quitará el velo que a muchos cubre, esa fina capa traslucida que puede llegar a cubrirnos sin siquiera notarlo. Es una especie de miedo, o pánico en los peores casos. Es la incertidumbre, el velo de la incertidumbre.
Es la única razón por la cual un músico podría no disfrutar de hacer lo que se le dé la gana sobre un escenario. Trataremos de deshacernos de este problema hablando de otros aspectos de la hermosa actividad que significa la improvisación.
La expectativa, y el afecto. Los pilares de la improvisación. Cuando estos dos aspectos se conjugan, surge una confrontación entre un músico (o varios) y un público receptor. La confrontación genera en el público la sensación de ser activo. La oreja oyente deja de ser un ser pasivo para convertirse, no sólo en alguien que escucha, sino alguien que además de escuchar da significado a un inesperado material sonoro. Es un proceso del momento, del aquí y ahora.
John Cage nos propone agregar a la expectativa del publico, la incertidumbre del contexto. Conocidos son los conciertos en los que él pedía dejar las ventanas de la sala abiertas, para que los ruidos del ambiente (ya no externo) formaran parte del material sonoro de la improvisación, y así es como, además de confrontarse el públio y su expectativa con el escenario, se confronta a este último con el afuera, que pierde su condición de afuera para convertirse en adentro (en tanto la intención del compositor).
Aun así, y pese al exterior transformado en adentro, el escenario (o donde se encuentren los músicos), sigue siendo un universo en sí mismo. Ya que los músicos son, en definitiva, los que hacen sonar a la música, los que, en un principio, delimitan un adentro. Es, a partir de estos, intérpretes y traductores, que surge la improvisación, sus decisiones son la génesis de este ritual musical. Tocan juntos, se escuchan y reaccionan al otro (exceptuando solistas y obras que trabajen el individualismo en extremo). Es decir que, sobre este escenario, la otredad es el combustible de lo propio.
Cage y sus ventanas abiertas proponen hacer entrar el universo. En cambio, Atahualpa Yupanqui y su idea de que “el mundo está dentro de uno, afuera pa qué mirar”, abre el panorama de un sopapo. Da vuelta la media, nos dice que la búsqueda de Cage, sin quitarle mérito, supongo, sólo por el hecho de buscar, es obsoleta, no lleva más que a la constricción de la improvisación, ya que, en vez de buscar dentro de uno lo que sacar, se intenta introducir el mundo a un adentro (¿con espacio?).
Un propuesta intermedia sería entonces, resignificar los tiempos. Hacer de una semana una hora, y de ésta última 10 años. Improvisar.
La improvisación son relaciones. Relaciones humanas. La relación de los músicos arriba de un escenario. Y como arriba del escenario sólo se está, por ejemplo, una hora, sería una relación de una hora demasiado poco para improvisar. Tal vez, la llamada química entre los músicos pudiera generar el lazo necesario para que una improvisación fluya. Pero, sin arriesgarse a que esta combustión no suceda, el proceso de improvisación comenzaría mucho antes que esa hora en el escenario, antes que los posibles ensayos (no siendo estos, a mi juicio, indispensables), mucho antes del armado de la fecha. Años de amistad, de camaradería, son los que generan un vínculo.
Los universos sobre el escenario vinculados por el pasado y el futuro en común.
Estos universos que, después de años sin verse o escucharse, años de haber mantenido sus ventanas abiertas, permitiendo que otros universos mezclasen sus constelaciones con ellos, suben a un escenario y, jugando, improvisan, dan vida al vínculo afectivo. Vuelcan en una hora de música, 10 años de improvisación.