Una semana pueden significar 10 años. Una hora, puede significar 10
años. ¿Cómo es esto posible?: improvisación.
Este ensayo no hablará mucho sobre notas, alturas, ritmos, ensayo, o
estudio. Aquí se quitará el velo que a muchos cubre, esa fina capa
traslucida que puede llegar a cubrirnos sin siquiera notarlo. Es una
especie de miedo, o pánico en los peores casos. Es la incertidumbre,
el velo de la incertidumbre.
Es la única razón por la cual un músico podría no disfrutar de
hacer lo que se le dé la gana sobre un escenario. Trataremos de
deshacernos de este problema hablando de otros aspectos de la hermosa
actividad que significa la improvisación.
La expectativa, y el afecto. Los pilares de la improvisación. Cuando
estos dos aspectos se conjugan, surge una confrontación entre un
músico (o varios) y un público receptor. La confrontación genera
en el público la sensación de ser activo. La oreja oyente deja de
ser un ser pasivo para convertirse, no sólo en alguien que escucha,
sino alguien que además de escuchar da significado a un inesperado
material sonoro. Es un proceso del momento, del aquí y ahora.
John Cage nos propone agregar a la expectativa del publico, la
incertidumbre del contexto. Conocidos son los conciertos en los que él
pedía dejar las ventanas de la sala abiertas, para que los ruidos
del ambiente (ya no externo) formaran parte del material sonoro de la
improvisación, y así es como, además de confrontarse el públio y
su expectativa con el escenario, se confronta a este último con el
afuera, que pierde su condición de afuera para convertirse en
adentro (en tanto la intención del compositor).
Aun así, y pese al exterior transformado en adentro, el escenario (o
donde se encuentren los músicos), sigue siendo un universo en sí
mismo. Ya que los músicos son, en definitiva, los que hacen sonar a
la música, los que, en un principio, delimitan un adentro. Es, a
partir de estos, intérpretes y traductores, que surge la
improvisación, sus decisiones son la génesis de este ritual
musical. Tocan juntos, se escuchan y reaccionan al otro (exceptuando
solistas y obras que trabajen el individualismo en extremo). Es decir
que, sobre este escenario, la otredad es el combustible de lo propio.
Cage y sus ventanas abiertas proponen hacer entrar el universo. En
cambio, Atahualpa Yupanqui y su idea de que “el mundo está dentro
de uno, afuera pa qué mirar”, abre el panorama de un sopapo. Da
vuelta la media, nos dice que la búsqueda de Cage, sin quitarle
mérito, supongo, sólo por el hecho de buscar, es obsoleta, no lleva
más que a la constricción de la improvisación, ya que, en vez de
buscar dentro de uno lo que sacar, se intenta introducir el mundo a
un adentro (¿con espacio?).
Un propuesta intermedia sería entonces, resignificar los tiempos.
Hacer de una semana una hora, y de ésta última 10 años.
Improvisar.
La improvisación son relaciones. Relaciones humanas. La relación de
los músicos arriba de un escenario. Y como arriba del escenario sólo
se está, por ejemplo, una hora, sería una relación de una hora
demasiado poco para improvisar. Tal vez, la llamada química entre
los músicos pudiera generar el lazo necesario para que una
improvisación fluya. Pero, sin arriesgarse a que esta combustión no
suceda, el proceso de improvisación comenzaría mucho antes que esa
hora en el escenario, antes que los posibles ensayos (no siendo
estos, a mi juicio, indispensables), mucho antes del armado de la
fecha. Años de amistad, de camaradería, son los que generan un
vínculo.
Los universos sobre el escenario vinculados por el pasado y el futuro
en común.
Estos universos que, después de años sin verse o escucharse, años
de haber mantenido sus ventanas abiertas, permitiendo que otros
universos mezclasen sus constelaciones con ellos, suben a un
escenario y, jugando, improvisan, dan vida al vínculo afectivo.
Vuelcan en una hora de música, 10 años de improvisación.