Entiendo que hay palabras que
conllevan emociones, y me parece que suicidio
es una de ellas. Esta palabra encierra también una contradicción,
no en su significado (el cual parece quedar en cada situación más
que claro), sino una discrepancia entre el suicida y el mundo que lo
rodea. Y para poder aclarar esto desde un principio, vamos a
retrogradar nuestra cosmovisión, y diremos que la discrepancia se
genera en el mundo circundante al suicida, que pasa a ser el centro,
entonces, el suicida es los que al centro circunda. El suicidio es
contado por quien no lo practica.
Sin entrar en detalles filosóficos
al respecto, nos concentraremos en tres interesantes casos en los
cuales el suicido es utilizado como giro dramático. Tres ejemplos,
de los cuales uno vuelve a rotar el eje de percepción, es decir,
vuelve a poner al practicante en el medio del universo, y a los
duelistas en la periferia.
Thomas
Mann pareciera tomar argumentos orientales sobre el suicidio al dar a
su personaje Neptha la posibilidad de un final honrado. Ante la
proximidad de una inevitable catástrofe, y el desmoronamiento de sus
más profundo credos (religiosos y filosóficos), sobre el final de
la eterna discusión con su contratema dialéctico, Setembrini, ya
cuando la discusión ha llegado a sus límites reales,
transformándose en un duelo, allí decide el escritor Mann darle a
Neptha una segunda opción. Una salida, en definitiva, que a mi como
lector me sorprendió, pero que justo después de la sorpresa entendí
rápidamente. Este propicio escenario que Mann le entrega
en bandeja a Nephta, no es más
que lo que el personaje de Neptha le estaba pidiendo hacía ya tiempo
al escritor: un final honrado, para un hombre que ha perdido la fe.
En el caso anterior es el escritor
que concede la solución al personaje y que percibe lo que el
personaje necesita o demanda, el centro; y es el personaje (personaje
secundario del libro, vale la pena aclarar) lo que rodea a la
historia, con una breve mención del tema. Kafka trata de otra forma
al centro y a la periferia. En su relato “Descripción
de una lucha” dos personajes (y sólo dos) protagonizan una
caminata por la ciudad, en la noche, luego de una reunión o fiesta,
en la que han ingerido bastante alcohol. Buscan, con el fresco de la
noche, salvarse de una posible resaca matutina. Lo interesante del
relato está en la relación de estos dos individuos, quienes hasta
esa noche nunca se habían visto, y, conforme avanzan en la caminata,
charlan y se van conociendo. Sin importar de qué va el relato,
quiero hacer hincapié en una escena. Hacia el final, después de
toda una noche juntos, contándose todo (aunque uno de los personajes
poco escucha y crea su propia historia imaginaria, ayudado por su
inspiradora borrachera) uno de estos personajes (el más joven) opta
por quitarse la vida, sin más.
Sin
dar pista alguna en todo el relato, el joven personaje corta sus
venas con un cuchillo, y quien lo acompaña (una suerte de personaje
principal) no tiene más remedio que acompañarlo en su desceso.
Kafka nos muestra en este relato cómo es que quien más tarde
presenciará un suicidio, vive los sucesos previos al hecho. Este
hombre escucha durante todo el paseo como su joven compañero le
habla de esto y aquello, pero, al no tener ni la más mínima
sospecha de sus futuras intenciones, el personaje principal elabora
una fantasía que recubre gran parte del relato (y hasta toma las
riendas del mismo) no para desoír a su acompañante, sino para
soportarlo.
Este es un relato sobre quien
presencia un suicidio, sobre quien sobrevive al hecho para luego
contarlo, o, simplemente vivirlo, y que nosotros, lectores
asombrados, podamos presenciar también el hecho, no como periferia
sino encarnando la piel del centro, la visión del duelo.
Hasta el momento hemos tenido dos
posturas diferentes sobre el suicidio presenciado, no sólo en cuanto
a su punto de vista, sino también sus fundamentos: Thomas Mann más
cercano a una ideología oriental, y Kafka con una postura más
occidental (centroeruopea). Ambos casos son protagonizados por más
de un personaje, y esto es lo que nos interesa, la necesidad de un
otro para ejercer el suicidio.
Yasunari Kawabata propone en “La
casa de las bellas durmientes” un caso que tal vez aune los
argumentos oriental y occidental sobre el tema en cuestión. La
misteriosa muerte de la acompañante nos abre un abanico de
posibilidades que Kawabata cierra de un plumazo en pocos párrafos.
Nos muestra un dulce que nunca probaremos. Procede de esta manera
porque no quiere extenderse en el misterio del fallecimiento, no
busca un asesino, ni una coartada, ni un motivo. No busca motivo
alguno, porque no hay asesino, sino suicida, y es éste último quien
guarda el motivo de la muerte: su orgullo, o un sufrimiento
irremediable.
Sea el motivo occidental u
oriental, lo que aquí interesa a este texto, es la necesidad,
nuevamente, de un otro en la escena del suicidio. Aquí se abren dos
líneas de análisis: la primera, la trascendencia. Quien decide
terminar con su vida, ha optado por resguardar su existencia, ¿de
qué manera? Permaneciendo en el relato de un otro testigo. La
existencia de quien se ha ido trasciende en la vida de otros, y
existe (valga la redundancia) el tiempo que el duelo de quien ha
presenciado la muerte lo permita.
El segundo análisis sería el
siguiente: tal como uno requiere de un otro para ser (ser en
sí mismo y en cuanto a los demás), una persona presisa de un
otro que constate que el ser que elige dejar de ser, en efecto,
ha dejado de serlo. El suicida necesita un testigo de su muerte, para
ratificar que la misma ha llegado, ya que una vez ido ya no
puede el difunto dejar de existir. Alguien más tiene que tomarse el
trabajo de reconocerlo como muerto, y luego, inexistente.
En definitiva, algunas reflexiones
sobre el suicidio literario.
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