Sin duda los ensayos son confesiones. Es en
estos donde los escritores (los que alabamos, odiamos, o simplemente
sobre los cuales tenemos ciertas reservas) desnudan sus ideas, y ya
desarropadas las mismas, las visten de argumentos.
Ponen toda su opinión en juego, su sujeto
aflora en estos textos cortos e intensivos. Puede ser sólo un tema (
y sus aristas) el que se trate en un ensayo. El recorrido hasta
llegar a una sentencia, o conclusión final, es donde se ve la
hilacha del escritor, porque éste recorre sus valores, sus posturas.
Y emplea las citas (y aquí, tal vez, otros ensayos) necesarias para
su cometido, el esclarecimiento de una incógnita, o tal vez alguna
rareza que amerite un análisis.
Sobre los espacios entre cada frase, escribe
Proust: „Entre las frases (…), en el intervalo
que las separa permanece aún hoy como en un hipogeo inolvidable,
llenando los intersticios, un silencio muchas veces secular.”(Marcel
Proust “Sobre la lectura”)
El jugo del ensayo son ciertas frases que le
toman por sorpresa a uno, que le remontan a ideas lejanas y hasta
dejadas de lado. Y en un mismo escrito, tan corto como un ensayo, se
pueden encontrar un puñado de oraciones, que probablemente no sean
el alma del texto, pero alguno de sus puntos de inflexión.
De
lo anteriormente citado, llamó
mi atención el contenido musical de la idea. El silencio no tomado
como ausencia, sino como
un
meta-contenido casi imperceptile, pero necesariamente presente. El
espacio entre las frases es el ritmo del escritor, son su respiración
y sus ojos escrutando el afuera por la ventana luego de una frase, y
antes de la próxima. Y no es sólo la respiración del escritor,
sino que, y abusando de la cita: “A menudo en el evangelio según
San Lucas, al toparme con los dos puntos que lo interrumpen antes de
cada uno de los fragmentos casi en forma de cánticos que lo
desbordan, he creído escuchar el silencio del fiel, que venía de
detener su lectura en voz alta para entonar los versículos
siguientes como un canto que recordaba los salmos más antiguos de la
Biblia.”(Marcel Proust “Sobre la lectura”).
Entre
las frases se oculta también el ritmo de los personajes de
un texto. Y aquí entramos en un subnivel rítmico. En tanto un
escritor crea un personaje, permite que este tenga su ritmo propio y
voluntad de pausa, se entrelazan en un mismo texto dos niveles
rítmicos que se relacionan constantemente en el acto de la lectura,
es decir, un contrapunto literario.
El rol del lector es el que me interesa.
Quien decide imbuirse en los compases de un libro, decide también un
pulso, un tempo, y da también al carácter del texto, un
entendimiento particular.
Por esta razón, no basta con hablar sobre
los niveles rítmicos de un texto y sus personajes, sino que
tendremos que agregar el pulso del lector.
No siempre leer un drama nos hace entender un
drama, y dentro de un genero tal se pueden encontrar grietas
rítmicas, y aquí comienza la mezcla nuevamente. En el soliloquio de
Molly Bloom pareciera no haber movimiento, y por ende ritmo, o un
ritmo estático, un no ritmo. Es decir que el personaje nos lleva a
un plano estático, inmóvil, atorado en una cabeza pensante, que
mediante la introspección da a nuestra lectura una velocidad crucero
X.
Este es un claro ejemplo en el cual el ritmo
del escritor debe sobreponerse al del personaje, no en desmedro de la
psicología del mísmo (darle signos de puntuación a la esposa de
Bloom sería deshacerla como personaje pensante), sino en virtud de
la lectura.
El lector y su pulso parecieran ser llevados
por Molly a ningún lugar, y sin embargo, el lector percibe un
porvenir, y por eso continua leyendo. Esta sensación de futuro se
genera a partir del material percusivo (bien musical) del „sí“,
que se interpola con diversas frecuencias. El „sí“, este acento
sobre las reflexiones de la mujer esperando a su marido, le dan ese
movimiento del cual el texto pareciera carecer. Son cesuras,
respiraciones, tabuladores de la mente del personaje, que a su vez
permiten al lector darle al texto una forma.
Digamos que el material optimista „sí“,
nos arrastra hacia un final, le da al soliloquio introspectivo de
Molly finitud, lo que el lector busca.
En cambio, Arno Schmidt nos lleva en su obra
„Zetell´s Traum“, a un universo distinto, en el cual los
espacios entre las palabras están desplegados en las notas la
margen. Debido a que para él ciertas palabras y sus combinaciones
con otras tienen un significado en sí, y por tanto sonoro, en cada
momento en que el escritor se encuentra con estos espacios, vacía de
forma conciente este contenido tácito en el mismo texto (a un lado).
Puede que Schmidt haya pretendido escribir
una partitura en la que todo: carácter y fenómeno acústico, esté
escrito. Una obra en la que aparezca escrito tanto lo que se lee,
como lo que suena, y lo que resuena entre los intersticios sobre los
que Proust, tiempo atrás, nos contaba.
Llego ahora al momento donde mi hilacha
aflora. Aquí donde escribo, que la interpretación es el final de la
composición de una obra. Los sonidos, palabras o ideas que de entre
los espacios pueda un lector u oyente rescatar, inventar, componer.
Es el manto del parecer,
ese que arropa a la pieza en cuestión, la viste de los deseos del
lector, de un público lector (busque este finitud, totalidad, o un
programa).