“Pasan
los años, pasan los jugadores...”
Frente
a su clase, el licenciado Airosa había de recordar esa tarde remota
en la que su padre le contó sobre el día más tranquilo de la
historia universal. Es que un alumno lo importunó con una pregunta
de tono cósmico, una de esas preguntas que Airosa prefería
saltearse y continuar, pero algo en él se encendió, algún
dispositivo oculto en su ser, que lo trasladó en una indivisible
fracción de tiempo, a un día tal perdido en su memoria. Ese
día en que su padre le relató una historia que, a su vez, el padre
de su padre, a este le había contado. Una leyenda, o un cuento
tradicional, que se trasladaba de generación en generación.
El
relato databa de miles de años, fechas imposibles de reconstruir,
pero sí de ubicar en algún segmento de la historia. Este suceso
había tenido lugar en lo que hacía 1500 años se hacía llamar
Centroeuropa, en una de sus regiones, a la cual la geografía moderna
había decidido llamar: Teutonia, o Germánia.
El
profesor Airosa bajó nuevamente a su plano conciente y continuó con
la clase, y terminada esta, en las primeras horas de la tarde,
emprendió el camino de vuelta a su casa.
Al
salir del recinto central de la universidad el frío seco lo
despertó, y le ayudó a apurar el paso hacia el estacionamiento. Ya
en su auto, y dispuesto a dar arranque, los
recuerdos volvieron, y esta vez con más fuerza. Un escalofrío le
recorrió la espina, acompañado de algo de preocupación por la
inusitada claridad de sus memorias. Creyó estar enfermo, o muy
cansado, pero no se trataba ni del cansancio, ni de una intoxicación,
sino de un casi perfecto acople de los colores, temperatura, olores,
y ruidos, que llevaron al licenciado a vivir un añorado recuerdo de
su infancia.
Esta vivencia había tenido lugar una tarde de invierno hacía ya 44
años, en la que, sentado junto a su padre en el escalón de la
puerta del pasillo del PH donde él y su familia vivían, Airosa
escucharía una historia que lo acompañaría por el resto de su
vida. Un relato que pertenecía a la familia Airosa desde sus
inicios, y había sobrevivido miles de años sin perder su mensaje
original. El profesor Airosa, en ese tiempo con tan sólo 6 años,
escuchaba atento a su padre: “Cuenta la historia, que los primeros
Airosa de nuestra familia provenían de lo que hoy llamamos Friessa,
que hace 1500 años formaba parte de la antigua región germánica.
Me contó mi papa (tu abuelo), que en tiempos de la antigüedad,
cuando todavía existían los países, tuvo lugar en la región de
Germánia un suceso único en la historia del hombre: el día más
tranquilo mundo.
De
los primeros registros de nuestro linaje, se conoce el de Juan Pablo
Airosa, quien fuera músico, o cazador de focas (eso no está muy
claro en los registros), y habitaba en dicha región. Cuenta, en una
especie de documento antiquísimo llamado Internet, que en el año
2014, se llevó a cabo una de las tantas ediciones de una milenaria
ceremonia llamada “Competición Mundial”, de la cual hoy sólo
sabemos que fue un ritual del antiguo mundo, ya olvidado por el
hombre. Pero lo que sí perdura en la historia de la humanidad,
gracias a la tradición oral, es el suceso que nuestro lejanísimo
pariente vivenció el día después de dicha competición.
En
los registros queda claro que la noche anterior al día en cuestión,
Juan Pablo tuvo que superar algún tipo de inconveniente, ya que en
su relato habla de una noche tormentosa y pasional. Luego de esta
noche adversa, el país amaneció cubierto de un sopor imperturbable,
los comerciantes atendían a nuevos y conocidos clientes que
comentaban el chisme diario. El hombre estatua, ubicado en la calle
principal del centro de la ciudad, posaba, y por el rabillo del ojo
espiaba a los niños curiosos que se acercaban. Incluso las familias,
terminada la jornada laboral, paseaban indiferentes por las calles
parsimoniosas. Los conductores estacionaban sus autos, las ancianas
empujaban sus carritos, las habitantes se miraban los unos a los
otros, cruzaban calles, tomaban café, leían y esperaban. El ritmo
del día no obedecía a lo que, sea lo que fuere, la noche anterior
había acontencido.
El
tedio, espeso, flotaba en el aire, a tal punto que Airosa podía
degustarlo en su boca. Ese día, no sería sólo un día normal y
tranquilo, sino demasiado tranquilo, normal y aburrido: el día más
tranquilo que alguna vez alguien haya presenciado. Ni un grito, ni un
cántico. Sin colores, banderas o incidentes, una jornada más,
indiferente a la noche anterior, esa noche de la cual jamás sabremos
lo que sucedió, ya que ningún otro registro más que éste ha
quedado. Pero lo que nunca olvidaremos, pequeño, son las impresiones
de nuestros antepasados, de ese día después, las crónicas sobre un
pueblo que nunca festejó.
Sobre el final de su relato registrado, y con cierto desencanto, Juan
Pablo comparte una teoría que nunca comprobaría, pero que serviría,
según cuenta, para aclarar sus ideas y llegar a una paz interior. Se
propuso entender el por qué del letargo en el que el país
entero parecía encontrarse, buscó una explicación a ese fenómeno,
para así poder, si la vida se lo permitiera, contar a su nieto años
después, la historia del día después de esta tal “Competición
mundial”, el día más tranquilo de la historia.
Apelando a la metafísica extrema (de la cual no era gran adepto) se
dijo a si mismo, que el universo había obrado mal. Que las energías
que todo lo mueven habían fallado, y que lo que nosotros (ellos, en
esa época) bajo el nombre de azar conocemos, estaba descalibrado, y,
debido a un error burocrático, se le había otorgado el premio
máximo (suponemos, se refiere a algún premio o recompensa propia de
la época, tal vez relacionada al certamen internacional), a un
pueblo que aplaudía desiciones arbitrales, un pueblo que,
evidentemente, no había aprendido a festejar, lo cual llevaría a
este premio al rotundo olvido, y se perdería, irremediablemente, en
las pletoras del silencio reinante, esa siniestra tranquilidad que se
inmortalizaría a lo largo de la historia en este relato. Todo se
debía a un expediente traspapelado en la mesa de entradas del
Universo”
Un leve golpeteo sobre el vidrio de la ventana desconcentra al
licenciado Airosa. Con sus dedos índice y pulgar, limpia de ensueño
sus ojos, y mira a su izquierda. Afuera, abrigado contra el frío
invernal, el alumno que disparó sus revivisencias lo ha seguido
hasta el auto. Es que tiene una pregunta más, algo que no le ha
quedado claro sobre el texto “El origen del diluvio” del escritor
de la antigüedad Leopoldo Lugones. El vidrio baja lentamente, y
mientras la nariz de Airosa se enfría, el alumno pregunta, algo
entumecida su boca por el frío: “¿Y si nuestra existencia
dependiera del azar?”