martes, 27 de enero de 2015

El espejismo


El caso del joven Müller en su clase de piano, nos revela el peligro que el espejísmo educativo alemán encierra: Una creciente, nueva y mejorada división de clases. Una mirada hacia afuera, sólo en pos de reivindicar lo propio.

Aunque fueron sucesivos los casos, tal vez por no estar todavía imbuido en los temas de actualidad local, creí que se trataba de una estratagema de algunos estudiantes para sobrellevar su falta de ganas de aprender música. Luego, con el paso del tiempo y con la aparición de nuevos casos, comencé a sospechar que algo sucedía con los alumnos de piano de la pequeña escuela de música Musik Atelié de Bad Bramstedt. El ejemplo que más me llamó la atención, fue el del joven Müller, que de ser un alumno lleno de curiosidad y energía, pasó a ser un hombre de 40 años encerrado en el cuerpo de un niño, que no hacía más que hablar de cómo el estrés lo aquejaba. La escuela había pasado a ser para él, un trabajo sin remuneración y obligatorio, que marcaría el resto de su complicada vida.
Estas ahora fundadas sospechas terminaron de confirmarse cuando los rumbos de la pedagogía me llevaron a impartir clases de composición en un colegio secundario alemán, más precisamente en el último grado de un colegio de tipo Gymnasium, llamado Katharineum. Aclaro esto último, porque es aquí donde radica quid de la cuestión, ya que en Alemania los colegios secundarios, a partir del 4 grado, reparten a sus alumnos en diferentes instituciones, dependiendo del promedio de cada alumno. Es decir que los alumnos con mejor promedio, continúan sus estudios en un Gymnasium, que les permitirá luego, llegado su egreso, recibir el tan anhelado Abitur (un tipo de título secundario, el „mejor“) y con este, la posibilidad de estudiar cualquier carrera universitaria que se propongan. Luego, en un sugerido escalón inferior, se encuentra la Realschule, a la cual asisten también alumnos con un promedio alto (no tan alto como los de Gymnasium), y brinda a los estudiantes un título secundario medio, que los avala para estudiar muchas carreras universitarias (no todas) y realizar cualquier tipo de terciario. Por último, nos topamos con la Hauptschule o el infierno. Este tipo de escuela es el que recibe a todo aquel que no tiene un promedio apto para el Gymnasium o la Realschule. Quienes recaen en esta institución, tienen al final de sus estudios un título secundario de cotillón, que los avala para estudiar algunos terciarios (los llamados Ausbildung). Por ejemplo: Quien no alcanza a estudiar en un Gymnassium, no se le permite estudiar medicina, y a quien recae en una Houptschule, no se le permite estudiar ni medicina ni derecho.
Las mentes alienadas del Gymnasium en el que di clases, sufrían de altísimos niveles de estrés. Estos estudiantes, de entre 16 y 17 años, llevaban una vida de persona avejentada, atareada y responsable. Esta vejación a su juventud se manifestaba muy claramente a la hora de interactuar con el arte (en este caso con la música), ya que, debido a que para estudiar música en Alemania no se necesita un Abitur, la clase de arte no significaba para estos chicos, a priori, mas que una pérdida de tiempo, valioso e imprescindible tiempo. Pasado el primer mes de clases, los estudiantes notaron que tal como a otras materias, a la música puede tratarsela con compromiso, y algo que les resultó aún más extraño, fue que ese compromiso no se funda necesariamente en las presiones y los plazos, sino en la necesidad de expresarse (cosa que a estos estudiantes les vino al pelo). Las ráfagas de expresión (ya que aveces eran raudas y excesivas) se manifestaban de diversas maneras: Con cierto goce al escuchar la propia producción musical, con lamentos por no poder ejecutar un instrumento „correctamente“, con compromiso por lo propio (sus composiciones), o sencillamente con violentos golpes a instrumentos de percusión (estas últimas expresiones, más cercanas a una suerte de catarsis por parte de los alumnos más problemáticos).
El pequeño Müller fue quien me lo contó todo. Su versión infantil fue la más clara de todas las versiones que escuché (por parte de profesores, estudiantes, alumnos, colegas, etc...). Él, con su cara redonda y de cachetes rojizos, cubierta por un marcado flequillo a la Carlitos Balá, me contó desde su punto de vista, el pesar con el que atravesó las pruebas escolares que, según él, definirían su futuro. Un niño de 10 años me hablaba de juntar castanas, jugar a la pelota, molestar a su hermano, y al mismo tiempo de su estrés, su futuro y su profesión. Una insalubre mezcla de temas, que poco y nada tenían que ver con los acordes de „La marcha imperial“ de Darth Vader, el bajo de „Mision imposible“, o la melodía de „La pantera rosa“.
El espejismo de la educación puede ser muy atractivo por estos lares. Puede llamar la atención de los más percatados, y llevarlos a pensar que, por tratarse de un modelo bien financiado, de infraestructuras de primer nivel, en un país de calles limpias y trenes puntuales; se tratara de una excelente formación escolar con vista a un futuro prometedor, cuando en realidad, no se trata más que de una aceitada máquina que promueve una estratificación intelectual de la sociedad, en la cual la salud psíquica y espiritual de los niños, no vale más que su futuro profesional. A los 10 años, muchísimos niños alemanes (y extranjeros en escuelas alemanas) pasan por una de sus primeras grandes crisis y contraen en este pasaje de sus vidas, la enfermedad que hoy es una epidemia a nivel mundial, y para la cual no se ha encontrado cura alguna: El estrés.

Por medio de este engranaje de frustraciones y orgullos artificiales, este sistema educativo pretende una marcada división de clases: Quienes pueden pensar, distintos de quienes no. Esto transforma a Alemania en un país donde todos tienen iguales posibilidades económicas de ser y hacer (dentro de lo que el sistema educativo ha decidido para cada uno de ellos) quienes quieran y lo que quieran.