domingo, 2 de agosto de 2015

Un día, una mariposa


Breve relato sobre un extraño suceso.

De las cosas más llamativas que me han sucedido, prefiero una en particular que tuvo lugar hace poco, una tarde cualquiera de un mes que no recuerdo. De cualquier manera el clima era caluroso y pesado, húmedo, soleado y sin una gota de viento, algo insoportable. Parecía garuar todo el tiempo, había sido un día de esos en los que aún bajo techo se siente como una fina capa lluviosa lo empapa a uno irremediablemente. Esa tarde nada particular, se posó sobre mi pulgar derecho una mariposa, y allí se quedó por horas lamiendo mi piel. Parecía estar desesperada por sustraer de mi algún tipo de líquido o grasitud, porque recorrió todo el pulgar, de as a envés, saboreando cada poro con su rosada lengua retráctil.
Desde un principio la escena me sugirió algo poco común. Es decir, que una mariposa se pose sobre uno no tiene nada de raro (es sabido que son insectos confianzudos), pero la duración de su visita no era normal. Decir que estuvo horas chupando mi pulgar es poco, ya que recorrió mi dedo desde el mediodía (momento en que comenzó su acto) hasta que el sol se ocultó. Una mariposa es un insecto que no sólo pareciera ser frágil, sino que, en efecto, sus alas son finísimas y están recubiertas de un polvillo que las mantiene secas y livianas. Si la mariposa pierde este polvillo, pierde su liviandad, su ligereza y no puede volar más y muere de hambre o sed, o  de aburrimiento. Debido a esta condición de gran fragilidad que las mariposas presentan, sentí el deber y la necesidad de protegerla durante el tiempo que ella estuvo sobre mi piel. La constante garúa que ante el sopor veraniego tanto placer para los humanos significaba, era un constante peligro para el colorido insecto, por lo que varias veces tuve que realizar ágiles maniobras para evitar que las polvorientas alas se humedezcan.
En realidad la anécdota no tiene un final feliz. Al cabo de esa tarde la mariposa murió. En determinado momento dejó de moverse y su lengua carmesí se enrolló lentamente al tiempo que el rigor de la muerte plegaba también sus patas, y sus alas se hicieron una cerrándose hacia el medio. La mariposa había llegado ya hasta la palma de mi mano y allí, habiendo encontrado la  comodidad necesaria, su alma la abandonó sin más. Su cuerpo se contrajo tanto que podría haber vuelto a caber en el capullo que la vio nacer y se desplomó de lado, y pude ver como ese polvillo imprescindible era arrastrado y esparcido por ahí, por la primera brisa nocturna.
Dependiendo de su tamaño y especie, las mariposas pueden vivir hasta un año, pero la gran mayoría sólo unos días, una semana, un mes o tan sólo 24 horas. Cualquiera sea el caso, medio día significa para estos insectos una importante porción de sus vidas (sino la mitad). Esta mariposa, que encontró su final en la palma de mi mano derecha, requirió de gran parte de su vida para encontrar el lugar exacto donde fallecer. Preparó y limpió su lecho de muerte durante horas y una vez todo alistado, se dejó llevar. Algo similar sucede con las personas, que, en definitiva, preparan durante gran parte de su vida un digno final. La gran diferencia radica en que el ser humano pretende desentenderse de ese profundo instinto que lo lleva a la muerte, creyendo que el armado del lecho no es más que la búsqueda de una buena vida, cuando en realidad lo que se busca, muy en lo profundo del ser, es una buena muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario