El
caso del joven Müller en su
clase de piano, nos revela el peligro que el espejísmo educativo
alemán encierra: Una creciente, nueva y mejorada división de
clases. Una mirada hacia afuera, sólo en
pos de reivindicar lo propio.
Aunque
fueron sucesivos los casos, tal vez por no estar todavía imbuido en
los temas de actualidad local, creí que se trataba de una
estratagema de algunos estudiantes para sobrellevar su falta de ganas
de aprender música. Luego, con el paso del tiempo y con la aparición
de nuevos casos, comencé a sospechar que algo sucedía con los
alumnos de piano de la pequeña escuela de
música Musik Atelié de Bad Bramstedt.
El ejemplo que más me llamó la atención, fue el del joven Müller,
que de ser un alumno lleno de curiosidad y energía, pasó a ser un
hombre de 40 años encerrado en el cuerpo
de un niño, que no hacía más que hablar
de cómo el estrés lo
aquejaba. La escuela había pasado a ser para él, un trabajo sin
remuneración y obligatorio, que marcaría el resto de su complicada
vida.
Estas
ahora fundadas sospechas terminaron de confirmarse cuando los rumbos
de la pedagogía me llevaron a impartir clases de composición en un
colegio secundario alemán, más precisamente
en el último grado de un colegio de tipo Gymnasium, llamado
Katharineum. Aclaro esto último, porque es
aquí donde radica quid de la cuestión, ya que en Alemania
los colegios secundarios, a partir del 4 grado, reparten a sus
alumnos en diferentes instituciones, dependiendo del promedio de cada
alumno. Es decir que los alumnos con mejor promedio, continúan
sus estudios en un Gymnasium, que les permitirá luego,
llegado su egreso, recibir el tan anhelado Abitur (un tipo de
título secundario, el „mejor“) y con este, la posibilidad de
estudiar cualquier carrera universitaria que se propongan. Luego, en
un sugerido escalón inferior, se encuentra
la Realschule, a la cual asisten también alumnos con un
promedio alto (no tan alto como los de Gymnasium), y brinda a
los estudiantes un título secundario medio, que los avala para
estudiar muchas carreras universitarias (no todas) y realizar
cualquier tipo de terciario. Por último, nos topamos con la
Hauptschule o el infierno. Este tipo de escuela es el
que recibe a todo aquel que no tiene un promedio apto para el
Gymnasium o la Realschule. Quienes recaen en esta
institución, tienen al final de sus estudios un título secundario
de cotillón, que los avala para estudiar algunos terciarios (los
llamados Ausbildung). Por ejemplo: Quien no alcanza a estudiar
en un Gymnassium, no se le permite estudiar medicina, y a
quien recae en una Houptschule, no se le permite estudiar
ni medicina ni derecho.
Las
mentes alienadas del Gymnasium en el que di clases, sufrían
de altísimos niveles de estrés. Estos
estudiantes, de entre 16 y 17 años,
llevaban una vida de persona avejentada,
atareada y responsable. Esta vejación a su
juventud se manifestaba muy claramente a la hora de interactuar con
el arte (en este caso con la música), ya que, debido a que para
estudiar música en Alemania no se necesita un Abitur,
la
clase de arte no significaba para estos chicos, a
priori,
mas que una pérdida de tiempo, valioso e imprescindible tiempo.
Pasado el primer mes de clases, los estudiantes notaron que tal como
a otras materias, a
la
música puede tratarsela
con compromiso, y algo que les resultó aún más extraño,
fue que ese compromiso no se funda necesariamente en
las
presiones y
los plazos, sino en la necesidad de expresarse (cosa que a estos
estudiantes les vino al
pelo).
Las ráfagas de expresión
(ya que aveces eran raudas y excesivas) se manifestaban de diversas
maneras: Con cierto goce al escuchar la propia producción musical,
con lamentos por no poder ejecutar un instrumento „correctamente“,
con compromiso por lo propio (sus composiciones),
o sencillamente
con violentos golpes a instrumentos de percusión (estas últimas
expresiones, más cercanas a una suerte de catarsis
por parte de los alumnos más problemáticos).
El
pequeño
Müller fue quien me lo contó todo. Su versión infantil fue la más
clara de todas las versiones que escuché (por parte de profesores,
estudiantes, alumnos, colegas, etc...). Él, con su cara redonda y de
cachetes rojizos,
cubierta por un marcado flequillo a
la Carlitos
Balá, me contó desde su punto de vista, el pesar con el que
atravesó las pruebas escolares que, según él, definirían su
futuro. Un niño
de 10 años
me hablaba de juntar castanas, jugar a la pelota, molestar a su
hermano, y al mismo tiempo de su estrés,
su futuro y su profesión.
Una insalubre
mezcla de temas, que poco y nada tenían que ver con los acordes de
„La marcha imperial“ de Darth Vader,
el bajo de „Mision imposible“, o la melodía de „La pantera
rosa“.
El espejismo de la educación puede ser
muy atractivo por estos lares. Puede llamar la atención de los más
percatados, y llevarlos a pensar que, por tratarse de un modelo bien
financiado, de infraestructuras de primer nivel, en un país de
calles limpias y trenes puntuales; se tratara de una excelente
formación escolar con vista a un futuro prometedor, cuando en
realidad, no se trata más que de una aceitada
máquina que promueve una estratificación intelectual de la
sociedad, en la cual la salud psíquica y espiritual de los niños,
no vale más que su futuro profesional. A los 10 años,
muchísimos niños alemanes (y extranjeros
en escuelas alemanas) pasan por una de sus primeras grandes crisis
y contraen en este pasaje de sus vidas, la enfermedad que hoy es una
epidemia a nivel mundial, y para la cual no
se ha encontrado cura alguna: El estrés.
Por medio de este engranaje de frustraciones y orgullos
artificiales, este sistema educativo pretende una marcada división
de clases: Quienes pueden pensar, distintos de quienes no. Esto
transforma a Alemania en un país donde todos tienen iguales
posibilidades económicas de ser y
hacer (dentro de lo que el sistema
educativo ha decidido para cada
uno de ellos) quienes quieran y lo que
quieran.