jueves, 29 de septiembre de 2016

Relatos hansiáticos - N°1



Aclaración inicial

A uno se le escapan los detalles de la realidad más de una vez. Esto sucede porque no podemos pensar todo el tiempo en todo, por lo tanto damos a nuestra percepción de vez en cuando un descanso, dejando algunos detalles atrás. Una diferencia entre la repetición y la recurrencia, es que en la repetición el suceso tiene lugar la segunda vez tal cual la primera, sin diferencias. Mientras que la recurrencia reconoce la diferencia, es decir, algo sucede nuevamente, pero con una variación. Esta diferencia no llega a distanciar al primer suceso del segundo tanto como para entender estos dos sucesos como dos situaciones u objetos totalmente disímiles. Los hechos mantienen su esencia y debido a que nuestra percepción descansa en los detalles, parecieran que dichos hechos se repitieran idénticos.
Este fenómeno por el cual nuestra inteligencia desecha los detalles sobrantes en nuestro entorno, no es un simple capricho, sino una barrera de defensa contra dos potenciales dolencias: la locura y el egoísmo. Si pudiéramos percibir cada cosa, suceso y sucediendo a nuestro alrededor, no seríamos capases de procesarlo todo, ya que no tendríamos tiempo entre „cosa“ y „cosa“ para discernir y discriminar, no entenderíamos porque careceríamos de la pausa, la cesura y la tranquilidad necesarias. Por suerte nuestra psique se las arregla lo suficiente (en el mejor de los casos) para camuflar las recurrencias en repeticiones y así darnos patrones simples y fáciles de organizar. Por otra parte, y ya a titulo personal, la recurrencia camuflada me sirve para vivir en paz y armonía conmigo mismo (egoísta sin cura). Y antes de pasar al siguiente párrafo, aclaro que sobre esta última barrera defensiva hablaré de modo personal, porque es allí, en mi persona, donde he descubierto dicha defensa, y como no pretendo ser la unidad humana que a todos represente, dejaré en manos del lector la eventual generalización de mi afirmación anterior. Como ya es costumbre, me explayaré sobre el tema expuesto con una pequeña muestra de la realidad, llevada al lector por medio de un relato.



El hombre que fumaba sentado en la escalera

Cada lunes, martes y jueves de cada semana de cada mes, tengo en mi grilla de horarios (grilla mental) la cita en el club de deportes. Practico dos horas de boxeo dos veces por semana. En mi agenda hay tres días posibles para el boxeo y yo practico sólo dos de esos días, por lo que genero entre los tres días, dependiendo de lo que la semana depare, cierta aleatoriedad en la que cada semana, uno de los días queda libre: aveces los lunes, aveces los martes y aveces los jueves. Este juego da como resultado una rutina flexible. Misma frecuencia semanal, sobre diferentes días. Entonces, lo que parece ser una repetición exacta en mi rutina (dos veces por semana practico boxeo) se plaga de rugosas recurrencias que mi mente va alisando para que el fluir de la agenda no se apesadumbre. Es por eso que cuando algo sucede antes, durante o luego de los entrenamientos, me es difícil ubicarlo en un punto exacto del pasado, ya que sólo es seguro que tal hecho tuvo lugar el lunes, el martes o el jueves, pero también es seguro que hay uno de esos días en el que tal hecho no sucedió. Cuando algo en esta rutina flexible ha cambiado y llama demasiado mi atención, entonces la barrera defensiva cesa su funcionamiento por unos segundos y noto lo que antes no, eso que mi percepción, en pos de defenderme de mi mismo, ha dejado pasar.
El recorrido al club no es largo, me lleva unos 10 minutos a pie. Son: tres calles, luego un puente que cruza sobre el río, un estacionamiento, unas escaleras que me llevan a otra calle por la cual camino una cuadra, luego a la derecha y dos cuadras más. Siempre el mismo camino y las mismas cosas, los mismos tiempos y detenciones. Muchas veces me he cruzado con la misma gente. Gente que quizá, a su vez, tengan que recorrer parte de este mismo camino para completar algún segmento de su rutina. Pero una persona en particular es la que me ha llamado la atención. Sobre los primeros tres escalones de la escalera de mi ya mencionado recorrido, sentado sobre un maletín, con sus piernas retraídas y su frente gacha, vestido de traje raído, toma en un vaso de whisky su cerveza un extraño. A este sujeto lo veo una vez por semana, pero no sé qué día. Él es una repetición perdida en mi rutina flexible. Ha llamado mi atención por su interesante accionar: lo veo tomando y fumando de ida al club, y a la vuelta sigue allí, sin importar la inclemencia del tiempo, tomando cerveza de su vaso de whisky y fumando su cigarrillo. Cada semana lo he visto y lejos de preocuparme por su persona, mi curiosidad ha sido efímera y recreativa: he imaginado su vida, su porvenir y su procedencia. Su vestuario refiere algún trabajo de oficina, pero su figura decadente denota indigencia, el hombre parece haber perdido el trabajo y estar haciendo tiempo, ahogando en alcohol la angustia de tener que contarle la mala noticia a su familia. Lo extraño era que cada vez que lo veía (y esto era seguido) se encontraba en la misma situación. Incluso llegué a pensar que lo despedían cada semana y que él hacía tiempo cada vez; teoría que deseché por el temor que me causó la idea de la posibilidad de que un hombre se encontrase encerrado en una especie de carrusel del destino, sentado sobre un caballo o un autito, dando vueltas indefinidamente sin poder detener la marcha de sus despidos. Lo que quedaba entonces, era pensar que este individuo se encontraba estancado en el instante en que decidió retener la mala noticia de su despido hundiéndose en la bebida, y que hasta pudieran ser ya desde hacía muchos años que el hombre se sentaba allí, en esa escalera mugrienta casi abandonada, a sopesar su vida (que se habría transformado en un instante) con su vaso de whisky lleno de cerveza. Todo este ir y venir fantasioso duraba sólo unos instantes luego de que, yendo a mi entrenamiento, me lo cruzaba. Después de una cuadra, girar a la derecha y dos cuadras más, empezaría mi entrenamiento y el conglomerado de mis ideas se concentraría en la bolsa de arena o el rostro de mi contrincante, y ya toda pista referente al personaje en las escaleras se esfumaría.
Más de una vez asocié la escalera con su figura. Camino al club, como cada lunes, martes o jueves, me pregunté ante su ausencia ¿dónde estaría? También quise ubicarlo, acomodarlo en mi rutina, en mi lista de repeticiones superficiales, para así no pensar tanto en él. Pero no pude, no supe, a causa de esta flexibilidad semanal, qué día era ese en el cual yo compartía con este extraño personaje, por unos segundos, tiempo y espacio. Pasaron meses y el hombre seguía entrometiéndose en mi rutina y yo sin poder camuflarlo de repetición. Su astucia (si hubiera sido adrede) era de no creer. ¿Se sentaría allí en forma aleatoria también? Aveces los lunes, aveces los martes y aveces los jueves (y aveces, tal vez, ¿algún otro día de la semana?). Llegué a creer que era su forma de no caer en el alcoholismo: sin dejar el habito, impedir que la ingesta de alcohol se transformase en una rutina, que se alise junto a lo demás y que deje de ser algo peculiar y así, fácilmente detectable en todo momento para su eventual control. Una necesidad se inmiscuía en mis pensamientos: tenía que hablarle. Tenía que conocerlo y saber más sobre él. Esto me significaría dos ventajas: podría dejar de elucubrar estúpidas historias y además tendría material para escribir un buen relato. Pero en realidad eso no era importante, se trataba sólo de un divague mío. Tuvieron que pasar varios meses hasta que una determinada suma de casualidades (acompañadas de la inevitable causalidad de mi recorrido) convergieran en un par de segundos y yo, sumido en mi automatismo, fuese llamado a participar en una ineludible variación de la rutina. 
Fue una de tantas vueltas del club a casa. Esa noche caía una lluvia fría, no torrencial pero continua. Al llegar a las escaleras, lo vi. Como tantas otras veces, allí abajo, sobre los primeros tres escalones, estaba sentado sobre su maletín y con su baso de whisky cargado de cerveza a un lado. Esta vez lo vi más que otras veces, es decir, lo noté de una forma particular. Llovía y pese a que llevaba puesta una campera para el viento, su ropa estaba empapada. Al pasar a su lado vi como de la corta visera con la que la campera contaba, caía un fino desagote de agua sobre sus pantalones. Sostenía entre los dedos de su mano derecha, acodada sobre su rodilla, un cigarrillo apagado, húmedo y doblado. Me iba acercando al punto de la escalera en el cual me encontraría lo más cerca posible a su persona, para luego comenzar a alejarme nuevamente,  bajando los último escalones con la misma velocidad con la que había bajado los primeros. Creí haberme preocupado por un instante por él, es decir, no sólo por el personaje sino también por la persona. Esta vez su imagen era más que decadente, era entristecedora. „Es cierto“ me dije „la lluvia tiñe todo de melancolía“ y esto podría estar generando en mí un falso sentimiento de solidaridad, pero si existía un momento para ver de qué o quién se trataba este individuo, este era el momento. Tenderle una mano o sencillamente disculparme y presentarme serían excusas suficientes. Llegué al escalón donde tomaría la decisión y mi marcha no se detuvo en lo más mínimo, continúe desandando niveles sin siquiera pensar en el hombre allí sentado. Ese razonamiento efímero que hacía algo menos de un instante aturdía mi andar, se había esfumado sin más. Terminé de bajar la escalera y me detuve para esperar que una auto pase antes de cruzar la calle. Esos segundo alcanzaron para que el ancia de repetición para la cual que yo parecía estar rogando, quedara obsoleta, y la realidad, la cambiante realidad, me diera la pauta de que algo había cambiado. Escuché a mis espaldas dos palabras que parecieron una, apretadas en una pregunta. En un cerrado alemán y luego en un desmejorado inglés: Feuer/fire? Me di vuelta y lo vi nuevamente. Me miraba con una inocencia torturante. Y aunque oculté mi sorpresa, no pude evitar preguntar: wie bitte?(¿cómo?). A lo que el hombre contestó con la misma doble-palabra pero esta segunda vez acompañando con un gesto, levantando levemente el cigarrillo en su mano derecha: Feuer/fire? Entonces entendí que me estaba pidiendo fuego para encender su inencendible cigarrillo húmedo. Rápidamente ensayé un falso gesto de disculpas y le respondí que no tenía fuego. Él asintió y escondió su frente nuevamente entre sus piernas. Volví a darle la espalda. Dudé un segundo. Ya no venían autos por los lados. Crucé la calle y una vez del otro lado ya me encontraba nuevamente a salvo, en mi rutinario y flexible camino. Ese segundo de duda tuvo sus débiles replicas durante los siguientes 200 metros, pero una vez llegado al puente, la noche ya se había llenado de repeticiones y repeticiones y repeticiones que calmaron y sedaron mi conciencia. En retrospectiva pienso que, pese a su triste figura acentuada por la lluvia y su inusual forma de hablar, ese hombre siguió sin significar en mí algo sustancial, algo de una importancia suficiente para detenerme y brindar mi ayuda, sea, cuanto menos, habiéndome interesado mínimamente por su persona.
Es discutible. Tal vez el hombre no requiriese de ayuda, tal vez ofrecerle mi ayuda hubiera significado sólo un acto reflejo por verlo allí empapado con su triste cigarro. Puede que él sólo haya querido estar solo y que nadie lo molestase. Puede que haya encontrado un sitio donde  hurgar en lo más profundo de sus pensamientos. Es discutible si el ofrecer ayuda en todo caso es o no realmente un acto de bien. Pero lo que no me resulta discutible (aunque discutiría al respecto sin dudarlo) es la acción de reconocer al otro, el interés por el otro, cargar de existencia al cuerpo húmedo que se repara a si mismo de la lluvia. La desidia y el desinterés son armas letales. Son de los peores males del ser humano, y si bien puedo no ser yo quien dé a esta persona la solución a sus problemas (si los tuviera), sí está en mí el reconocimiento para con el otro. Sin YO no hay OTRO, en tanto el OTRO me necesita para estar allí y en ese su instante.
Evidentemente este momento que sinceramente me incomodó, un poco por mi dificultad para relacionarme con desconocidos y otro poco por la alarma de egoísmo que en mi se encendió; produjo un profundo cambio en mi recurrente y flexible rutina. A partir de esa fugaz situación, la escalera en mi camino rutinario se transformó en un espacio de expectativa. Sea saliendo de la inmensa playa de estacionamiento que la precedía, o tomando la curva antes de descender en el camino de vuelta. Mi estado consciente tomaba total posesión de mis sentidos, de mi aquí y ahora, y en mi nacía la esperanza y la amenaza de encontrarme con el hombre que fumaba y bebía sentado en los primeros escalones de la desolada escalera. Aveces esta extraña sensación me divertía, hacía del monótono trayecto un juego de azar que podría significar otro extraño intercambio de palabras, y aveces me molestaba, me incomodaba muchísimo pensar que este hombre había elegido un lugar tan poco ameno para sentarse a deprimirse o meditar y que gracias a su atípico gusto por los espacios fríos, húmedos y nauseabundos, mi rutina, mi preciada sensación de repetición se veía asaltada y destruida; y yo no podía hacer nada al respecto porque que él ya se había dirigido a mi, y nuestros universos ya no eran paralelos sino que se había cruzado en una inevitable coincidencia.
He preguntado a varios lugareños si conocían sobre la existencia de este personaje, pero nadie lo conoce. Nadie que yo conozca se lo ha cruzado en forma consciente y mucho menos han hablado con él. Hace unos días, volviendo del club, ya habiendo cruzado la calle luego de bajar las escaleras, me di cuenta de que casi a la mitad del puente, sentado sobre su maletín, acuclillado y con la cabeza gacha, con su falso vaso de whisky a un costado, se encontraba este personaje (como esperándome). El desalmado volvió a llamar poderosamente mi atención. Ya no se encontraba sentado en las escaleras sino a la mitad del puente. Una técnica formidable en la utilización de los detalles por parte del hombre. Claramente él no me estaba esperando, pero entendí que yo sí lo esperaba a él. No lo había visto en toda la semana y ya sólo quedaba un día, el jueves. Lo hallé sentado y deshecho, y como de costumbre, tal como la rutina manda, pasé a su lado pretendiendo ignorarlo. 
La última vez que nos encontramos tuve en claro que tanto como mi vida diaria había sido víctima de este personaje, su vida diaria también había sucumbido ante mis intromisiones. Paseaba yo acompañado de mi hijo cuando al cruzar una playa de estacionamiento, vimos cerca de unos arbustos un cuerpo desplomado. Un hombre derribado boca abajo sobre su brazo derecho. No parecía estar descansando. Yacía bajo el sol ardiente del mediodía sobre el asfalto del estacionamiento, postrado como quien se desvanece inesperadamente y cae sin tiempo de preparar su caída o su aterrizaje. Supuse lo peor, y sin demostrar frente a mi hijo extrema alarma, tomé mi teléfono y llamé a emergencias. La voz que atendió mi caso me aseguró rápidamente que una ambulancia se encontraba en camino, y me pidió que me cerciorará de que la persona allí tendida todavía respiraba. Atendiendo a sus instrucciones me acerqué lo suficiente para ver el perfil de su rostro que besaba el asfalto. Bajo su cavidad nasal a la vista se veía un hilo de sangre seca. Aparté el cochecito en el cual mi hijo aguardaba, y todavía en comunicación con emergencias, me acerqué aun más al cuerpo, apoye mi mano sobre su hombro trajeado y entre los nervios de la expectativa sólo se me ocurrió hablar. Pregunté con entonación firme y clara en alemán: Lebst du noch? (¿estás vivo?). Un fuerte sentimiento de vergüenza me atrapó justo después de elaborar mi torpe pregunta, pero mientras me hundía en idiotez, el cuerpo se movió, su cabeza se giró hacia mi y dejó ver una cara familiar, que pese a su desmejorada condición, maquillada con sangre seca y partículas relucientes de asfalto, se apiadó de mi preocupado espíritu y sonriente, con una inesperada tranquilidad y aplomo, el hombre que cada lunes, martes o jueves fumaba sentado en la escalera asintió dándome a entender un „sí, aun estoy vivo“.
Cuando los paramédicos llegaron, el hombre todavía me miraba sonriente, una extraña fuerza invisible no había atado por nuestras miradas. Yo, con una mano sobre la manija del cochecito y utilizando la otra como referencia de apoyo, miraba entre preocupado y asombrado al hombre que con su presencia daba por tierra todas mis inservibles especulaciones. Me apartaron cual mugre en la escena del accidente, levantaron al hombre y comenzaron a hacerle preguntas de protocolo que nunca escuché. Cuando me fui el hombre estaba sentado al borde de la parte trasera de la ambulancia, ambos paramédicos continuaban con el protocolo de salud, y el hombre contestaba de memoria, como quien ha estudiado cada respuesta, y a lo lejos me miraba, sonreía y me veía irme con mi hijo, por entre los transeúntes, las calles y los autos, me miraba y sonreía mientras los paramédicos le tomaban la presión.