domingo, 6 de marzo de 2016

La música clásica y una extraña forma de uso




Ya hace tiempo lo sufría Primo Levi en carne propia en los campos de concentración nazi y hoy en día, salvando las diferencias, pero en una siniestra coincidencia, la exclusión social alemana tiene como principal arma a los grandes compositores de la música clásica.

Algo extraño sucede en las estaciones centrales de trenes y subtes de algunas ciudades alemanas. En el paisaje sonoro propio de los andenes y las marejadas de personas, se entromete un sonido que poco tiene que ver con el contexto. A volúmenes casi inaudibles suena sin descanso, 24 horas ininterrumpidas, la música de Mozart, Brahms y Bach (entre otros). Este fenómeno no deja de llamar la atención, ya que gran parte de las personas que se encuentran en las terminales de trenes están de paso y desconcentradas. Esto descarta la posibilidad de que esta música tenga por función amenizar los corredores y los ventosos accesos de la estación. Algún espíritu romántico podría aventurar que esta música clásica (según su definición comercial) se trate del rumor que el viento alemán acuna, una brisa centenaria que lleva consigo el sonido de una tradición.
La realidad es que cuando el sol se esconde y esta mayoría en tránsito se aleja, las estaciones no quedan vacías. Los seres que Alemania ha invisibilidad comienzan a acomodarse lentamente en lúgubres rincones al reparo del viento y el frío. Estáticos, con otros tiempos y otras necesidades, los alcohólicos y drogadictos se amontonan en las estaciones centrales de tren y subte y pasan gran parte del día debatiéndose naderías o generando alguna pelea que los traiga de nuevo a la realidad. Esta es su forma de sociabilizar y sobrellevar su situación de soledad y/o de calle. No es la fuerza de cohesión en los vicios, ni el apego identitario lo que los mantiene unidos, sino la presión de la exclusión social: la fuerza de una sociedad que ha elaborado perversas técnicas para deshacerse de estos individuos. Quienes padecen fuertes adicciones no son tenidos en cuenta para formar parte activa de la sociedad, sino que se los oculta mediante miserables sumas de dinero („seguros de desempleo“) y artificios morales: ellos son el mal ejemplo. Algunos creen que la música que acompaña en las estaciones tiene como función alejar a los „malos ejemplos“ de estos espacios públicos. A esta teoría la apoya el hecho de que antes de que esta música comenzara a sonar, los excluidos ya se encontraban ahí, y en algún momento, hace ya algunos años, pequeños altoparlantes fueron prolijamente instalados sobre los espacios preferidos por estos grupos de invisibles. La música comenzó a sonar día y noche y nadie pareciera haberse preguntado el por qué, e incluso hasta el día de hoy para muchos alemanes no son claras las razones por las cuales los parlantes fueron instalados. De tanto en tanto algún artículo perdido en un periódico sensacionalista revuelve en la problemática, planteando la posibilidad de que esta música se trate de una forma de agresión subliminal para con los adictos reunidos en espacios públicos.
La utilización de la música como forma de agresión no es algo nuevo en estas tierras. Cabe recordar los registros del escritor italiano Primo Levi, quien relata la tortura que para él significaban las orquestas wagnerianas sonando por los altoparlantes acompañando las marchas en los campos de concentración. En un plano poético pero no menos real, aporta el escritor francés Jacques Quignar en su libro „La violencia de la música“, recordándonos que las orejas no tienen párpados, por lo tanto no podemos cerrarlas para evitar „ver“ el sonido. Sobre la violencia y la música, expresa el ensayista argentino Esteban Buch en su texto „Música y violencia“, la idea de que la música puede significar una agresión psico-acústica en dos instancias: primero como un golpe al oído (literalmente, dependiendo de los decibeles y volumen de la emisión sonora), y luego como una asociación a esta agresión recibida (miedo o una respuesta casi instintiva a buscar resguardo). En esta última forma de violencia es en la que podría basarse la tortura a los excluidos alemanes. Algunas versiones hablan de que ciertos registros melódicos, usuales en los conciertos para violín, generan un daño psicoacústico en los cerebros de los adictos. Otros dicen que el constante „bombardeo clásico“ generaría en los drogadictos una asociación al hogar y un posterior sentimiento de melancolía que les impediría sentirse con ánimos de discutir y los harían dispersarse. Más allá de las teorías y las opiniones, no es casualidad que los lugares en los cuales esta música suena sean espacios públicos, ya que es allí donde los adictos suelen reunirse y de donde nadie puede echarlos. La misma música clásica que supo en tiempos del nazismo desarmar almas encerradas en campos de concentración, pretende hoy esconder o invisibilizar a quienes no pueden formar parte del „debido“ funcionamiento de esta sociedad alemana.

Hace ya un tiempo esta forma de música ha empezado a sonar también en otras partes de la ciudad: entradas de centros comerciales y puertas de instituciones bancarias. Cuando recorriendo la ciudad uno se detiene desatento a pensar hacia donde girar, puede que si la pausa fuera los suficientemente larga, comiese uno a escuchar un susurro musical, un rumor de orquesta que crece y decrece suavemente. No resultará molesto sino curioso y hasta ameno, pero seguramente podrá uno notar también, al mirar al rededor suyo que, sentados en los bancos públicos, en el piso o parados, charlando o discutiendo, se encuentran los excluidos, aquellos que pretenden dejar en ridículo al estilo de vida alemán. El hecho de que esta música se esté propagando en las urbes se debe a dos cosas: que la limpieza ha comenzado a realizarse en otros espacios públicos y que cada vez hay más grupos de adictos excluidos. Los cierto es que contra todo pronóstico y pese a tal tortura, los invisibilizados resisten y sus micro-sociedades excluidas siguen funcionando, brindándoles el amparo humano necesario para sobrevivir cuerdos y arruinados.